Comisión de Economía Carta abierta Buenos Aires

19Feb/090

Soñar con números. Sobre el impacto cultural y político de la crisis económica

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Artículo publicado en España 

¿Se está convirtiendo el desorden de los números en un desorden de las ideas y los estados de ánimo? El espíritu del capitalismo, ¿ha entrado también en crisis?

 

Jónatham F. Moriche |

Para Kaos en la Red | 18-2-2009 | 118 lecturas

www.kaosenlared.net/noticia/sonar-numeros-sobre-impacto-cultural-politico-crisis-economica

Desde siempre de un modo intuitivo, artístico o ritual, y de modo científico desde la aparición del psicoanálisis a finales del siglo XIX, la interpretación de los sueños ha sido fuente de conocimiento de nuestra estructura psicológica y cultural y del impacto que sobre ella ejercen las circunstancias que, individual o colectivamente, afrontamos. Recientemente, psicólogos y psiquiatras han dado la voz de alarma: los sueños de sus pacientes están empezando a llenarse de números, de hipotecas, de deudas, de créditos, de acciones, de estadísticas de paro, de fábricas cerradas, de deshaucios... [1]. La crisis empapa también lo más hondo de la psique y el imaginario colectivos y da paso a una segunda ola del tsunami, que repercute el desastre económico en forma de desestructuración anímica y cultural. Los servicios de salud mental están reportando un enorme incremento de pacientes de una dolencia provisionalmente denominada "síndrome Z", de compleja y diversa sintomatología (abulia, hiperactividad, ansiedad, melancolía, desmoralización...) y que nace de una devastadora combinación de insatisfacción vital, presión competitiva, compulsión consumista, inestabilidad laboral... [2]. El consumo de psicofármacos se ha disparado a escala planetaria. El estrés crónico y el síndrome del "quemado" ("burn out"), que antes afectaban sobre todo a directivos y profesionales de alto nivel, se han convertido en epidemias de masas cuando el conjunto de la realidad económica, social y cultural se ha adaptado al ritmo desquiciado de las bolsas de valores y la sobreestimulación publicitaria. Como explica Franco Bifo Berardi, "demasiados signos, demasiado rápidos, demasiado caóticos" han extenuado la mente social y han creado las condiciones para "un derrumbamiento psíquico extraordinario" [3].

¿Se está conviertiendo el desorden de los números en un desorden de las ideas y los estados de ánimo, un desorden de los imaginarios colectivos y los consensos culturales? El espíritu del capitalismo, "el conjunto de creencias asociadas al orden capitalista que contribuyen a justificar dicho orden y a mantener, legitimándolos, los modos de acción y las disposiciones que son coherentes con él", como definen Luc Boltanski y Ève Chiapello [4], ¿ha entrado también en crisis? El desembarco de la desconfianza y el miedo en la playa distante y misteriosa de los sueños alerta de con qué profundidad pueden haber quedado en evidencia esos valores sociales que legitiman el sistema capitalista. El descrédito de la aristocracia neoliberal y de sus métodos de enriquecimiento es estrepitoso, y se contagia a una clase política absolutamente ineficaz, cuando no abiertamente cómplice, ante sus manejos, incluyendo a un aparato partidario, sindical y mediático de la izquierda paralizado y escindido entre las exigencias de sus principios y el peso de sus intereses. ¿Hay algo de cierto en los principios éticos y las normas legales que supuestamente rigen el mundo económico? ¿Tienen alguna capacidad la soberanía popular y las instituciones que la representan para plantar cara a los poderes empresariales y financieros? ¿A beneficio de quién actúan los gobiernos, las instituciones y sus recursos? Estas son las preguntas que corren hoy como la pólvora entre una ciudadanía a cuyo descontento e indignación la izquierda no consigue, y en ocasiones parece que ni siquiera pretende, poner voz.

Si la izquierda no da una respuesta, otros lo harán, ofreciendo como alternativa al fracaso de este sistema un sistema todavía peor. La hecatombe económica de 1929, y el masivo desencanto con el sistema que tuvo como consecuencia, arrastró a los alemanes a votar masivamente a Hitler en 1933, seducidos por una propuesta demencialmente supersticiosa, belicosa y racista, pero que conectaba eficazmente -casi como un psicofármaco- con la ansiedad y la desorientación provocadas por la inseguridad, el paro y la exclusión. En 2000, el pinchazo de la burbuja tecnológica y el reguero de gigantescas estafas empresariales facilitó en EEUU el acceso al poder a George W. Bush y su cohorte neoconservadora. Y ahora mismo, la crisis económica está despertando en toda Europa una poderosa o­nda de rancio conservadurismo, de xenofobia y racismo, de integrismo religioso. Muy singularmente en Italia, donde esa o­nda ha subvertido completamente los valores éticos (como dice el novelista Andrea Camilleri, los italianos votan mayoritariamente a Berlusconi no porque le crean inocente de las acusaciones de connivencia mafiosa y autoritarismo, sino porque las disculpan y, en el fondo, "querrían ser cómo él" [5]) y ha accedido al gobierno con los estremecedores resultados que estamos contemplando, ante la completa impotencia de una izquierda débil, dividida y desnortada. Pero también en Francia (donde Sarkozy ha endurecido su mensaje para seducir el voto de ultraderecha), o en Inglaterra (donde la ultraderecha se está haciendo un hueco importante en el gobierno de muchos pueblos y ciudadades)...

En todas partes, también en España, los bomberos pirómanos de la derecha y la patronal repiquetean cada día las propuestas más insensatas: supresión del salario mínimo, abaratamiento del despido, desmantelamiento de la legislación medioambiental, privatización de los servicios públicos... Es decir, más neoliberalismo para remontar el apocalipisis del neoliberalismo. Un disparate al que no escapan gobiernos nominalmente progresistas que, mientras con la mano izquierda regalan declaraciones de principios socialdemócratas, con la derecha se resisten tenazmente a cualquier reforma significativa. Si la izquierda no da la batalla de las ideas con algo más vibrante y esperanzador que un neoliberalismo amortiguado, si no propone un auténtico proyecto de ciudadanía con que sustituir a la colectiva pesadilla de los números, si no es capaz de canalizar en forma de movilización social y participación política el descontento y la indignación que hoy adormecen la prensa rosa, el fútbol, los cachivaches electrónicos, el botellón y los psicofármacos, la futura estabilidad que suceda a esta crisis puede ser una estabilidad terrible, con una sádica y desvergonzada ultraderecha berlusconiana encumbrada al puesto de mando de una sociedad crónicamente depresiva y desmovilizada, una sociedad de productores sumisos y consumidores histéricos sin apenas rastros de ciudadanía en su ADN, con sus lazos de solidaridad y participación empobrecidos y desnaturalizados por el miedo laboral y económico, y con su cultura y su memoria democráticas devastadas por el cinismo y la desconfianza generalizada ante cualquier manifestación de lo político. La pesadilla de los números puede arrastrar en su caída al sueño de la democracia, incluso en su más clásica y limitada acepción social-liberal, en favor de un nuevo sistema político, "un poco mafioso, un poco fascista, un poco televisivo, un poco imbécil, siempre brutal, siempre infame" (como retrata Antonio Negri [6] al régimen berlusconiano que sirve de heraldo europeo a esta temible o­nda regresiva). Estremecida por el estruendo de las cifras, y apocada ante el despliegue de impunidad y desvergüenza de grandes bancos, corporaciones multinacionales y demás déspotas del neoliberalismo, las multitudes ciudadanas, la izquierda política e intelectual y la fuerza de trabajo organizada no han presentado aún más que ocasionales, inconexos y muy tenues destellos de contestación a esta decisiva dimensión cultural y política de la imponente crisis sistémica que atravesamos, en la que a golpe de desastre se están forjando, ya veremos si en nuestro beneficio o para nuestra desgracia, las formas futuras de la convivencia social.

[1] Francesco Manetto, "La crisis se cuela en nuestros sueños y pesadillas", en El País, 12/12/2008

[2] Amador Fernández-Savater, "El malestar social: código Z", en Público, 22/02/2008

[3] Franco Bifo Berardi, "Deseo y simulación", en Archipiélago #79 [http://www.archipielago-ed.com/79/index.html]

[4] Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, 2002.

[5] "Los italianos querrían ser como Berlusconi; por eso le votan". Entrevista a Andrea Camilleri, en El País, 21/10/2008

[6] "Detrás de esta victoria, la gran lucha multitudinaria". Entrevista a Antonio Negri, en www.kaosenlared.net

Jónatham F. Moriche, Vegas Altas del Guadiana, Extremadura Sur, febrero de 2009

jfmoriche@gmail.com | http://jfmoriche.blogspot.com

[Una versión resumida de este artículo se publicará en el número 53 (febrero de 2009) de La Crónica del Ambroz; edición digital en http://www.radiohervas.es ].

 

19Feb/092

PLANTEADOS COMO PARA ANLIZARLOS

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Por Jaime Saiegh. Buenos Aires Económico.

 

Las políticas keynesianas en un país periférico y bimonetario 18-02-2009 / Es clave sostener un tipo de cambio competitivo en  términos reales.

 

Los economistas, como todos los seres humanos, aprendemos. En  particular frente a una gigantesca crisis económica. No estoy  hablando ni de la Argentina ni de la crisis actual, sino de la  crisis de 1930 en los EE.UU. y Europa. Mas allá del drama humano, la  crisis del 30 transformó el pensamiento económico moderno. En efecto, de manera similar a la actual, la crisis del 30 comenzó  en los EE.UU. y se propagó al resto del mundo. Se originó en un  derrumbe bursátil, con quiebras bancarias, y culminó en un largo período de alto desempleo y creciente pobreza, tanto en los EE.UU como en el resto del mundo. En ese entonces las recomendaciones de los manuales clásicos de teoría económica (predecesores de los hoy neoliberales) indicaban que el Estado debía abstenerse de intervenir y sólo debía limitarse a mantener el equilibrio presupuestario. La crisis la debía resolver el propio mercado.

Los mecanismos que permitirían tal recuperación eran por lo menos dos: 1) la gigantesca desocupación destruía los salarios y por ende reducía dramáticamente el costo laboral. En "algún momento" los salarios serían tan bajos que tornarían rentable recontratar a los empleados. Es en ese punto que la economía, sin la intervención del Estado y sólo por el mercado, comenzaría a recuperarse. 2) Del mismo modo que la depresión reducía salarios, tendía a reducir significativamente el precio de los activos. La crisis del 30 -como la actual- redujo dramáticamente los precios de las acciones, bonos, propiedades, etc. Nuevamente "en algún momento" los tenedores de dinero percibirían como negocio adquirir dichos activos a los nuevos y menores precios y, por ende, del mismo modo que en el mercado de trabajo, comenzaría la recuperación. Seguramente este proceso hubiese ocurrido de la manera descrita "en algún momento" y sin intervención alguna del Estado. El problema político -y por qué no humano- fue que ese "en algún momento" para llegar podría haber tardado décadas. Y, por cierto, eso fue lo que pasó. La economía americana salió definitivamente de la depresión recién en el curso de la Segunda Guerra mundial, es decir quince años después. En el medio, el New Deal intentó políticas de reactivación a través de la intervención del Estado, pero en 1937 los neoliberales americanos lograron que el gobierno americano vuelva al "equilibrio fiscal" y a la no intervención y, por ende, volvió la recesión. Finalmente, la economía americana salió de la depresión gracias al gigantesco incremento del gasto público que significó la Segunda Guerra mundial.

 

KEYNESIANISMO. Keynes fue el mejor expositor del aprendizaje, en términos de teoría económica, originado en la crisis del 30 y su posterior recuperación. Este, básicamente, señaló que en las condiciones de crisis descritas se requería la intervención estatal para salir de ella y lograr el pleno empleo. No se podía esperar a los tiempos y reglas del mercado. El economista británico sugirió: 1) en un contexto de alto nivel de desocupación y capacidad productiva ociosa lo que se requiere es que el Estado aumente el gasto público y el déficit fiscal. Es decir que gaste más de lo que recaude. A tal punto que recomendó al Estado contratar hombres para cavar pozos y a otros para taparlos. 2) Además sugirió reducir drásticamente la tasa de interés mediante la emisión de dinero. En otros términos, propuso emitir dinero con un doble propósito: financiar el déficit fiscal e inducir a la baja de la tasa de interés. 3) Tal emisión de dinero no debía generar presiones inflacionarias en tanto la producción se ubicase por debajo del pleno empleo.

Hoy por hoy quedan muy pocos economistas serios en los países centrales que cuestionan tales principios keynesianos. Es cierto que en los EE.UU. aún hoy está en debate la intervención estatal. Pero dicho debate no cuestiona de manera alguna que el Estado deba aumentar el déficit fiscal sino el cómo y el para quién. Es decir, unos -los republicanos-creen que el mayor déficit debería vincularse a una reducción del impuesto a la renta -similar a nuestro Impuesto a las Ganancias- y el presidente Obama cree que hay que aumentar el gasto -y, por ende, el déficit- para financiar obras públicas, seguro de salud y vales de comida para pobres. En otros términos, el debate no es en torno de la intervención estatal sino es, fundamentalmente, una discusión distributiva. La rebaja de los impuestos es para la clase media y los ricos y la propuesta de Obama beneficia más a los pobres.

os EE.UU. y Europa pueden plantearse tales políticas ya que cuentan con todo el crédito del mundo. El dinero y los bonos destinados a financiar el déficit son aceptados casi sin límite en y por todo el mundo. Incluso, el Banco Central americano ya inundó de dólares el mercado local para evitar la quiebra del sistema bancario y hasta prestó a otros países para que hagan lo mismo. La ventaja de los países centrales es que todo el mundo acepta su moneda y los títulos de la deuda emitida por sus Estados. Para que se entienda bien, el Estado americano emite bonos públicos a treinta años de plazo al 3,5% de interés anual, y encima tiene mucha demanda. Claramente, Keynes modeló el comportamiento de economías centrales, una de cuyas características es que tienen moneda propia y crédito casi sin límites. En particular en contextos de alto desempleo.

Pocos gobiernos como el argentino han reivindicado las políticas keynesianas y criticado las neoliberales. No obstante, paradójicamente, el Gobierno argentino, aun frente al impacto de la crisis en nuestro país, sostiene el superávit operativo fiscal y el Banco Central no emite moneda nacional para reducir las tasas de interés. Claramente un keynesiano "ortodoxo" diría que hay que hacer todo lo contrario, es decir, aumentar el gasto público, eliminar el superávit, emitir pesos y bajar las tasas de interés. Ahora bien, ¿las condiciones monetarias descritas por Keynes se dan en la Argentina? Francamente no. Tanto en los países centrales como en los periféricos lo que demanda la gente y las empresas es lo mismo: dólares. En tanto el Gobierno argentino sólo puede emitir pesos. Dicho en otros términos, la economía argentina no funciona como dicen los manuales de economía tradicional, incluso los de teoría keynesiana. Nuestra economía es bimonetaria, con predominio del dólar sobre el peso, y esto impone serias restricciones para aplicar los manuales correctos de teoría económica que hoy están aplicando casi todos los países centrales. La principal restricción es que el Estado argentino no puede emitir dólares.

En efecto, no sólo los economistas aprendemos de las crisis. La gente, y en particular los argentinos, también. Desde mediados de los 70 en adelante en nuestro país se implementaron experimentos económicos que terminaron con abruptas licuaciones del valor del peso producto de devaluaciones masivas. Sólo cabe recordar la tablita de Martínez de Hoz y la crisis de la deuda externa argentina del 82, el Plan Primavera y la renuncia anticipada de Alfonsín, y el colapso de la convertibilidad que originó la devaluación de 2002 y la cesación de pagos externa. Todos terminaron con devaluaciones que destruyeron la credibilidad del pueblo en su propia moneda y en el Estado que la emitió. En los hechos, gran parte de la población argentina piensa, ahorra y opera en dólares. La moneda nacional funciona tan sólo parcialmente como unidad de cuenta y medio de pago y sólo para transacciones comerciales de menor envergadura. Este rasgo casi estructural de la economía argentina le impide al Gobierno aplicar las políticas keynesianas de manual. Sencillamente, no puede emitir -más allá de cierto límite- moneda nacional.

Mientras que el Banco Central argentino sólo puede emitir, y con límites estrechos por cierto, la moneda subalterna, la principal fuente de emisión de "moneda" -léase principalmente dólares- está privatizada y en manos de los exportadores. Su origen es el resultado del comercio exterior, es decir el superávit entre exportaciones menos importaciones y pagos al exterior. Dicho excedente y fuente principal de dólares está en manos de los exportadores.

Como además el propio Gobierno necesita dólares para pagar parte de los servicios de la deuda que está nominada en dólares, para conseguirlos se los tiene que comprar a los exportadores mediante la entrega de pesos. Como la demanda local de pesos es limitada, gran parte de ellos deben lograrse de la recaudación impositiva.

En tanto, si el Banco Central emitiese más pesos que lo que demanda el público, éste automáticamente los convertiría en demanda de dólares presionando el tipo de cambio. En este contexto, la tasa de interés en pesos es poco relevante. En última instancia es una suerte de premio para inducir a los tenedores de pesos a no demandar dólares. Tal premio debe ser algo superior al porcentaje de devaluación del dólar, que la gente piensa que va a ocurrir.

Las políticas keynesianas más tradicionales se basan en que los gobiernos tienen capacidad de emitir bonos y dinero nacional casi sin límites y que el público los acepte. No es el caso de la mayor parte de los países periféricos y, obviamente, de la Argentina.

 

POSIBLES. Las políticas "keynesianas" posibles en una economía bimonetaria: no obstante las restricciones señaladas, hay posibilidad de implementar políticas de intervención estatal en la economía que denominamos heterodoxas. Las llamamos así porque se apartan de los manuales tradicionales y, a la vez, implican intervenciones del Estado en la economía. Claramente el Banco Central debe intervenir en el mercado de cambios para lograr un superávit externo que genere los dólares necesarios para el pago de una parte de los servicios de la deuda dolarizada, tanto pública como privada. Para ello debe sostener un tipo de cambio competitivo en términos reales y que tienda a ajustarse para compensar las eventuales caídas en los precios de exportación "vis a
vis" los precios de las importaciones.

Además es clave la determinación por parte del Estado de un sistema de tipos de cambio efectivos múltiples que se ajusten a la competitividad de cada uno de los sectores productivos. A mayor valor agregado, mayor tipo de cambio efectivo. Esta manera particular de definir el mercado de cambios, junto con un tipo de cambio competitivo, es lo que garantiza el mantenimiento del superávit externo y una adecuada defensa de la industria y el empleo locales.

El Gobierno no puede emitir dólares para reactivar la economía, pero sí podría emitir bonos en dólares y colocarlos en el exterior para lograr los dólares para financiar obra pública. Lo cierto es que esta opción está seriamente limitada por la crisis internacional. En este sentido, el Gobierno actual está pagando el desbarajuste originado por el colapso de la convertibilidad y la cesación de pagos. Lo que sí puede hacer es, a cuentagotas, postergar pagos al exterior y tomar créditos de organismos multilaterales de crédito no condicionados. Cada dólar que ahorre de esta manera permite que su equivalente en pesos se destine a obra pública y a generar empleo.

También a cuentagotas puede hacer política fiscal sin alterar el superávit. Puede reducir subsidios al consumo de gas y luz aumentando las tarifas a los sectores de mayores ingresos y destinando el ahorro a financiar obra pública.A partir de la estatización de las AFJP la ANSES se ha transformado en el mayor propietario de activos financieros. Actualmente están constituidos principalmente por bonos de las deudas pública, privada y acciones de grandes empresas. La prioridad de dicho organismo público debería ser destinar dichos fondos a financiar actividades que incrementen el empleo formal. Los ingresos futuros de dicha administración dependen del crecimiento del nivel de empleo. En tal sentido, debería -a medida que los mercados de acciones y deuda privada se vayan normalizando- reemplazar dichos activos por recursos destinados a financiar obra pública, consumo durable, viviendas; es decir, las necesidades de los aportantes al sistema y todo lo que genere ingresos futuros al sistema jubilatorio.

 

Jaime Saiegh

Titular de la Comisión de Desarrollo Productivo de Ipedes

19Feb/094

Emergencias y estructura productiva. El caso de las retenciones*

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Aldo Ferrer | Director Editorial 12-02-2009

 

El campo argentino enfrenta una situación crítica provocada por la sequía. La emergencia reclama el apoyo de la sociedad y las políticas públicas para ayudar a los productores y compensar, en la mayor medida posible, las consecuencias del siniestro. En este escenario, deben replantearse los problemas y evaluar el marco regulatorio del sector agropecuario y la cadena agroalimentaria. Es, entonces, comprensible la reciente propuesta de los gobernadores de Santa Fe y Córdoba de suspender el cobro de las retenciones a las exportaciones agropecuarias por un período, mientras dure la emergencia. La necesidad de recurrir en apoyo del campo es incuestionable. El interrogante es si suspender el cobro de las retenciones es o no la forma más eficaz de hacerlo atendiendo, al problema puntual, en el contexto de los intereses de toda la economía nacional y su pleno desarrollo en la actualidad y el largo plazo.

La respuesta es no porque la emergencia del campo debe resolverse sin desatender los problemas estructurales preexistentes, que es lo que sucedería si se suspenden las retenciones y establece un tipo de cambio único. Por lo tanto, si se decide que el ingreso fiscal de las retenciones vuelva al campo para paliar las consecuencias de la sequía, no debería ser a través de su eliminación o suspensión, sino por medio de la transferencia de los fondos involucrados a los programas de ayuda, con la mayor participación posible de los gobiernos provinciales. Debe evitarse que esta situación de emergencia se convierta, en otra vía, de la apreciación del tipo de cambio y el desaliento a la inversión y transformación de la estructura productiva.

Los países que sustentan su desarrollo básicamente en sus recursos naturales abundantes (petróleo, cobre, tierras fértiles, etc.), nunca llegan a ser naciones integradas avanzadas ni, por lo tanto, superar el subdesarrollo. Argentina debe contar con una estructura integrada agroindustrial, entre otras razones, para gestionar el conocimiento. La ciencia y la tecnología son los motores fundamentales del desarrollo y sólo se despliegan plenamente en las economías integradas industriales complejas. Si además ellas cuentan, como sucede en los Estados Unidos, Canadá y Australia, con grandes recursos naturales, amplían sus posibilidades de crecimiento. Argentina puede también lograrlo.

Es, por lo tanto, indispensable ubicar el problema de la emergencia agropecuaria en su debido contexto y tener en cuenta que los precios relativos en la economía argentina son distintos a los internacionales. En nuestro país, los productos del campo son relativamente más baratos que los industriales por dos razones. Por un lado, la extraordinaria dotación de recursos naturales del país fortalecida, en los últimos lustros, por la capacidad de buena parte del empresariado rural de aplicar las tecnologías de frontera. Por el otro, el todavía insuficiente desarrollo industrial del país debido a las turbulencias políticas y económicas que signaron nuestra historia. Esa asimetría entre los precios relativos internos y los internacionales implica que, para otorgarle competitividad, en el mercado interno y en el mundial, a la totalidad de la producción nacional de bienes sujetos a la competencia internacional, tiene que haber tipos de cambio diferenciales para los diversos sectores productivos.

Esto es válido con sequía o sin ella y emergencia agropecuaria, y es la consecuencia inevitable de lo que Marcelo Diamand llamó la ?estructura productiva desequilibrada?. Por ejemplo, si para que la producción de soja sea rentable es necesaria, digamos, una paridad de dos pesos por dólar, para que lo sea la de textiles, productos químicos, maquinarias, etc., es necesaria una paridad, supongamos, de cuatro. Si el tipo de cambio se fija en dos pesos por dólar, no hay retenciones pero desaparece buena parte de la producción manufacturera. Al mismo tiempo, por diversos mecanismos, como sucedió en tiempos de la ?tablita? y de la convertibilidad, se termina castigando también al campo. Si la paridad se fija en cuatro pesos sin retenciones, se genera una renta excesiva en la soja que profundiza los desequilibrios en la estructura productiva del país. Todos los estados modernos administran las señales de precios del mercado internacional, para acomodarlas a las características de sus precios relativos y estructuras productivas internas, con vistas a su pleno desarrollo económico y social. Éste es el sentido de los subsidios de la Política Agrícola Común de la Unión Europea, sin los cuales no existirían el agro ni seguridad alimentaria en Europa.

La sequía ni la emergencia que atraviesa el campo modifican las características estructurales de la economía argentina. En consecuencia, si se suspendieran las retenciones existiría un tipo de cambio único e, inevitablemente, sobrevaluado. Vale decir, un tipo de cambio de equilibrio de mercado (TCEM) que torna no competitiva, en el mercado interno y en el mundial, la producción interna, no basada en los recursos naturales Además, para evitar el impacto de los precios internacionales sobre los alimentos en el mercado interno, bajo un régimen de tipo de cambio único sin retenciones, el Gobierno estaría impulsado a apreciar la moneda aún más. Al mismo tiempo, esa política cambiaria fomentaría las entradas de capitales especulativos, que son atraídos por las altas tasas de interés prevalecientes en economías con paridades sobrevaluadas. Este enfoque genera desequilibrios macroeconómicos insostenibles y escenarios inestables, por la volatilidad de los mercados financieros y las fuertes variaciones a que están sujetos los precios internacionales de los productos primarios. Esto siempre es fatal y, mucho más lo sería en el actual contexto internacional.

En sentido contrario, una política cambiaria orientada a dar respuestas a los desequilibrios de la estructura productiva, promover la competitividad de la producción interna de bienes y servicios transables y desalentar los movimientos de capitales especulativos, opera con tipos de cambio de equilibrio desarrollistas (TCED). Tal política cambiaria supone que el tipo de cambio conveniente es aquel que persigue cuatro fines principales. A saber:

*1.* Privilegiar el compre nacional en las decisiones de gastos de consumo e inversión de las empresas, las familias y el gobierno.

*2.* Estimular la diversificación de las exportaciones incorporando bienes y servicios de creciente contenido tecnológico y valor agregado y, por lo tanto, impulsando la gestión del conocimiento y la transformación de la estructura productiva.

*3.* Lograr que el lugar mas rentable y seguro para invertir el ahorro interno sea el propio país.

*4.* Desalentar los movimientos de capitales especulativos creando incertidumbre en los especuladores y previsibilidad en los tomadores de decisión de inversión productiva.

El TCED contribuye al crecimiento del comercio exterior y a generar un superávit en la cuenta corriente del balance de pagos, con el consecuente aumento de reservas del Banco Central. Por lo tanto, fortalece la estabilidad macroeconómica y los mecanismos de defensa frente a las turbulencias internacionales.

Éste es uno de los dilemas centrales que tiene que resolver actualmente la política económica. A saber, cómo sostener un TCED con tipos de cambio diferenciales, en el marco de una crisis internacional de vasto alcance y la emergencia agropecuaria planteada por la sequía.

En consecuencia, lo que debería discutirse no son las retenciones sino las medidas para enfrentar la emergencia incluyendo la asignación, para tales fines, de los ingresos fiscales originados en las mismas. Es también imprescindible resolver la emergencia atendiendo a las situaciones diferentes dentro del complejo sector que, para simplificar, llamamos campo, tanto por tamaño de empresas, producciones, regiones cuanto en la dimensión social involucrada en la agricultura familiar y las condiciones de empleo y retribución de los asalariados rurales.

 

*Aldo Ferrer Director Editorial Buenos Aires Económico*