CONGRESO DEL PENSAMIENTO NACIONAL Tandil – Abril de 2007-
Panel nro. 14: Política Agraria, Los nuevos desafíos –
En Centro Cultural Universitario, Irigoyen 662.
Expositor: Ing. Agr. Juan Carlos Pavoni, Presidente de ALTERAGRO Asoc. Civil
RESUMEN
Hablar del Pensamiento nacional en lo agropecuario del siglo XXI obliga a incursionar en una actualización del Pensamiento Estratégico que sustente el Crecimiento y Desarrollo de lo agropecuario argentino y hacerlo desde una concepción económica y social que reconozca lo nacional como esencia de su identidad política. El eje de la visión estratégica no puede entonces ser otro que, el hombre y la satisfacción de sus necesidades materiales y espirituales. Si el análisis histórico nos señala que el siglo XX constituyó el del quiebre del poder colonial y la resistencia al poder imperial, el presente debería concentrarse en la construcción de modelos alternativos que, basados en la fuerza de lo cultural, logren articular sistemas productivos que preserven una razonable eficiencia económica, con la mayor sustentabilidad social. La aplicación de recetas generadas en las usinas del pensamiento estratégico de los centros del poder académico, político, económico y financiero mundial, reproducidas aquí por sus voceros del orden establecido de los agronegocios, no pueden resultar más que en una nueva catástrofe para nuestro pueblo, como aquella que nos produjeron las impuestas en nuestra historia reciente por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Resulta esencial considerar que, como consecuencia del estrepitoso fracaso de las políticas macroeconómicas neoliberales de los noventa y del ascenso reciente de nuevos movimientos político-sociales en gran parte de Latinoamérica, es factible pensar en la revalorización de formas de la acción y el pensamiento político que habían sido vilipendiadas por el anterior poder político dominante. Desde allí surge con fuerza la idea de consolidar una visión integradora entre (1) el poder regulador y arbitral del estado, (2) la fuerza creadora de los movimientos sociales y sus organizaciones, (3) la iniciativa de los individuos y (4) la dinámica del mercado. Las acciones políticas concretas deberían emerger de Grupos de Trabajo organizados desde una Mesa de Consenso que formule, (1) una nueva ley tributaria agraria inspirada en la capacidad productiva potencial de la tierra, (2) la reformulación de las retenciones para que sirvan a un objetivo de promoción de determinados rubros productivos de interés nacional y a su vez como herramienta de redistribución intrasectorial que considere las diferencias de escala de producción, (3) nueva ley de tenencia y uso de la tierra que introduzca nuevas figuras para la propiedad de la misma e innove en aquellas del arrendamiento y la aparcería rural y (4) definición de los alcances estratégicos que debería tener la investigación y desarrollo de la transgénica, enfocada al crecimiento y desarrollo de la producción agropecuaria, sus objetivos, prioridades y límites.
CONTENIDO
El título que nos convoca, nos invita a incursionar en una actualización al siglo XXI del Pensamiento Estratégico que sustenta el CRECIMIENTO Y DESARROLLO de lo agropecuario argentino y hacerlo, desde una concepción económica y social, que reconoce lo nacional como esencia de su identidad política. En otras palabras HABLEMOS DEL PENSAMIENTO NACIONAL EN LO AGROPECUARIO DEL SIGLO XXI.
Partiendo de que Crecimiento refiere a lo cuantitativo y Desarrollo a lo cualitativo, deberíamos concentrarnos tanto en el pensamiento de lo productivo como en la salvaguarda de lo social, estableciendo como inalienable que, el centro de toda la estrategia es el hombre y la satisfacción de sus necesidades materiales y espirituales.
El sostenido avance de la producción agraria Argentina ya no es un fenómeno explicado solamente por la excelencia de sus recursos naturales, sino el producto de una sofisticación tecnológica en pocas partes igualada, aunque no obstante ello, quede sin explicación –por ejemplo- su coexistencia con la desnutrición infantil.
Digno es reconocer que el desarrollo capitalista a nivel mundial, sin la exclusión nacional –con la lógica excepción del Peronismo entre el 45 y el 55- lejos de considerar al hombre como el eje de la cuestión económica, puso el énfasis en el capital –o en todo caso en el hombre capitalista- otorgándole la mayor fuerza al crecimiento de la riqueza, antes que al desarrollo del bienestar humano.
Si el siglo XIX consolidó los dominios coloniales, el siglo XX fue el del quiebre del Poder Colonial y su reemplazo por el de la expansión Imperial-Capitalista, enancado –durante su etapa temprana- en los millones de muertos producto de las dos guerras mundiales que devastaron la fuerza productiva del capital humano, mientras en su actual etapa tardía, recurriendo al concepto de la globalización de los mercados, se sustenta en el enorme poder de la concentración del capital financiero y en el no menos poderoso atributo de contar con los mayores recursos tecnológicos de la historia de la humanidad. Este ciclo de la economía capitalista mundial, constituye la etapa expansiva por excelencia del sistema, en la cual instala –verborragicamente- el concepto de la sustentabilidad de los sistemas productivos, para simular un intento de corrección de lo que es -a todas luces- el talón de Aquiles de esta etapa.
Si el siglo pasado se instaló en la resistencia al poder imperial, éste debería concentrarse en la construcción de modelos alternativos que basados en la fuerza de lo cultural, logren articular sistemas productivos que preserven una razonable eficiencia económica, con la mayor sustentabilidad social.
Sin duda que dichos modelos, deberían contemplar la convivencia de diferentes tipos de propiedad de los medios de producción, sin excluir a ninguno de ellos e inclusive innovando en las formas asociativas de posible implementación.
Consecuencia del estrepitoso fracaso de las políticas macroeconómicas neoliberales de los noventa y del ascenso reciente de nuevos movimientos político-sociales en gran parte de Latinoamérica, es factible pensar en la revalorización de formas de acción política que habían sido vilipendiadas por el anterior poder político dominante. Así surge con fuerza la idea de consolidar una visión integradora entre el poder regulador y arbitral del estado, la fuerza creadora de los movimientos sociales y sus organizaciones, la iniciativa de los individuos y la dinámica del mercado (considerado éste como conglomerado de organizaciones que expresan un indiscutido poder, derivado de su capacidad económica).
En lo específicamente referido a las políticas agrarias, se debería ejercitar el diseño de las estrategias productivas desde los siguientes enunciados:
ü No debemos quedar atrapados entre las propuestas del modelo concentrador –manejado por los grandes intereses económicos trasnacionales- y aquellas románticas de un ecologismo estéril, ambos incapaces de sustentar propuestas de desarrollo económico, dotadas de condiciones capaces de mejorar la productividad y –en simultaneo- otorgar equidad a la distribución de los resultados.
ü El país requiere de modelos de desarrollo agropecuario, adaptados a las particularidades económicas y sociales regionales y dentro de ellas a las escalas de producciones vigentes y/o deseables. Un modelo alternativo de producción agropecuario, debe basarse en la producción de más y mejores alimentos y asegurar el acceso a los mismos de toda la población, rural y urbana. Esta es la clave de la sustentabilidad económica y social del modelo productivo.
ü El incremento de la producción agropecuaria, no puede realizarse a costa de la degradación de los recursos (humanos, edáficos, genéticos, ambientales, etc.) ni atentando contra la biodiversidad por el uso de sistemas productivos de alto impacto pero gran vulnerabilidad.
ü La bioconservación debe realizarse desde un enfoque racional, que armonice la producción con la productividad, destinada la primera a una población cuantitativa y cualitativamente creciente, que a su vez demanda de la segunda para el logro de una mejor calidad de vida.
ü La decisión estratégica de qué, cuánto, cómo, dónde y cuándo producir, hace a nuestra soberanía política y no debe quedar en manos del mercado –manejado oligopolicamente por los sectores concentrados- sino responder a una elección autónoma y democrática, de un modelo consensuado de desarrollo económico y social.
ü Es absolutamente imprescindible el desarrollo de programas locales de investigación, que determinen la real incidencia sobre la sustentabilidad de la producción, de diferentes modelos alternativos, adecuados a diferentes ambientes, estructuras y escalas de producción.
ü La incorporación de insumos de alto impacto en los modelos productivos (caso transgénicos y agroquímicos), deben contar previamente con investigaciones oficiales nacionales e independientes, acerca de su incidencia inmediata y peligros potenciales, sobre la biodiversidad y la salud de la población. Esto debe lograrse en plazos razonables que balanceen la necesidad de su incorporación con la preservación de la salud de la población y la calidad medioambiental.
ü Las estrategias de investigación y desarrollo de los institutos oficiales, deben responder no a las motivaciones del mercado, sino a las demandas de la sociedad. Para ello debe articularse la participación de sus organizaciones intermedias en las direcciones de los mismos, rompiendo viejos moldes instituidos por el orden establecido, que partiendo de Asociaciones corporativas, representan no los intereses del colectivo social, sino los económicos sectoriales.
ü Ejecutar la revisión y reordenamiento de la legislación que otorga beneficios impositivos a las empresas ligadas a la producción y comercialización de carnes, con el objetivo de beneficiar efectivamente a las empresas que lo necesiten para expandir sus actividades con generación de empleos. Adicionalmente debería contemplarse que dichos beneficios no vayan a parar a las empresas concentradas, sino a aquellas de nivel Pymes y Cooperativas que deberían contar con el apoyo preferencial de un Instituto de Promoción de Asociación de Pymes y Cooperativas en Cadenas de Valor Agregado.
ü Gestionar como de particular interés nacional, el apoyo económico-financiero del estado a la Agricultura Familiar y Campesina y su inserción en el desarrollo de proyectos agroindustriales que apuntalen el crecimiento y desarrollo de las economías regionales.
ü Por último, la utilización de las producciones agropecuarias con destinos diferentes a las de la alimentación humana (específicamente los Biocombustibles en la actualidad), podrá ejecutarse solo bajo regulaciones estrictas que determinen precios diferenciales para los distintos usos, de manera que todos aquellos productos que constituyen “bienes salario” no sufran distorsiones de precios, que incidan sobre el poder adquisitivo de los trabajadores e indirectamente en su participación en la distribución del ingreso.
Desde esta concepción estratégica, la acción concreta debería concentrarse en:
1. Constituir en la órbita del estado una mesa de consenso para encuadrar políticas de estado de coyuntura y estrategias de mediano y largo plazo, de la que participen todos aquellos sectores de la producción, el comercio y el trabajo, que compartan la visión política enunciada en este marco del Pensamiento Nacional.
2. Desde la misma Mesa de Consenso, abocarse a la organización de Grupos de Trabajo en torno a la siguiente agenda:
ü Nueva ley tributaria agraria que establezca un impuesto base, que reconozca el potencial productivo desde la digitalización de la aptitud agrícola del suelo y clima, expresada en un índice de productividad por potrero. Ello conformaría lo que antiguamente se dio en llamar Renta Potencial de la Tierra.
ü Reformulación de las Retenciones a la producción primaria de origen agropecuario, aplicando a las mismas un concepto de herramienta de promoción de determinados rubros productivos de interés nacional, que contemple las diferencias de aptitud económica y valor estratégico de las diferentes producciones y los diferentes cultivo/productos y actúe para corregir los desequilibrios que introducen las leyes del mercado. También como un concepto redistributivo intrasectorial que considere las diferencias de escala de producción. (Cuando se organice la digitalización de la aptitud productiva del clima y suelo de cada potrero y en la totalidad de la tierra agrícola del país, se podrán categorizar las zonas de producción de acuerdo con sus capacidades productivas y considerarlas como variable de corrección de las asimetrías mostradas por las mismas.)
ü Nueva ley de Tenencia y Uso de la Tierra, que introduzca nuevas figuras para la propiedad de la misma (que debería excluir a las sociedades anónimas nacionales y extranjeras, así como las personas físicas extranjeras que no acrediten un mínimo de determinada cantidad de años, de radicación en el país). De igual manera se debería innovar en las figuras del arrendamiento y la aparcería, que deberían excluir el contrato accidental por un año, llevar el contrato mínimo a tres años e incentivar los períodos mayores con beneficios fiscales para el propietario y para los arrendatarios que utilicen determinadas técnicas de conservación de los recursos.
ü Definir -coordinadamente con la SECYT- los alcances estratégicos que debería tener el desarrollo de la transgénica enfocada al crecimiento y desarrollo de la producción agropecuaria. Objetivos, prioridades y límites.
LA RECUPERACION DEL CONTROL DE YPF UNA DECISIÓN ESTRATÉGICA
Se debe recuperar el carácter estratégico del tema energético, en todas las etapas de producción y comercialización. La autoridad pública debe asumir la definición e implementación de las políticas y el planeamiento estratégico del sector eléctrico y de hidrocarburos, con participación del sector privado, pero con el objetivo de que la Argentina recupere su renta petrolera y consolide la ventaja competitiva de contar con energía barata.
Plan Fénix
Propuestas para el desarrollo con equidad
Diciembre de 2002
La expropiación del paquete accionario mayoritario de YPF, en manos de la empresa multinacional Repsol, es una de las medidas de mayor alcance adoptadas por el Estado argentino en los últimos años. Ello es así por su significación política y económica y porque atañe a un sector altamente estratégico, como es el de los hidrocarburos. Desde el Plan Fénix, consideramos necesario dar a conocer nuestra postura.
La privatización de YPF constituyó uno de los avances más profundos dentro del proceso de reformas estructurales neoliberales, implementadas en la década del ’90. Ningún país fue hasta donde llegó la Argentina, en cuanto al des-involucramiento estatal en materia de hidrocarburos y en la implantación de la errada noción de que éstos debían ser tratados como una mercancía más. Fue en tal sentido una manifestación extrema del enseñoramiento del mercado en la vida de los argentinos. La privatización de YPF fue vista por sus propiciadores como una operación audaz, porque iba más allá de lo logrado en materia de reformas neoliberales por cualquier otro país.
Desde fines del siglo XIX, cuando se conforma el sector energético como articulación entre la generación eléctrica centralizada y los hidrocarburos, se demostró que estos eran un recurso absolutamente neurálgico en la vida de los países, por la virtual imposibilidad de su reemplazo. Ni el potente desarrollo industrial que se observó en el Siglo XX en parte del mundo, ni los conflictos bélicos de gran escala (como la Segunda Guerra Mundial o la Guerra de Vietnam) habrían sido posibles sin el petróleo; no es casualidad que más de un conflicto haya sido generado por éste. Es muy probable que para los relatos históricos futuros, el siglo pasado y el presente constituyan “la era del petróleo”.
La Argentina desarrolló tempranamente sus recursos hidrocarburíferos, aunque durante décadas el suministro interno fue a la zaga de las necesidades de consumo. A partir de 1922, el desarrollo de reservas estuvo principalmente a cargo del Estado, encarnado en la empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales.
El autoabastecimiento energético, muchas veces enunciado como un objetivo estratégico, fue alcanzado recién en la década del ‘60, mediante una discutida apertura al capital extranjero, que iría a sufrir vicisitudes diversas. Lo que resultó evidente, en todo este largo período de crecimiento gradual y con altibajos del sector petrolero, fue que la Argentina distaba de ser un país de gran potencial hidrocarburífero.
En este contexto, el Estado fue el único agente realmente interesado en la prospección de nuevas reservas. Entre los muchos descubrimientos, uno solo –el del yacimiento de Loma de la Lata, identificado por YPF– produjo un salto importante en la disponibilidad de gas, lo que permitió una inusual participación de este hidrocarburo en la matriz energética.
La privatización de la década del ’90 no consistió solamente en la venta de nuestra empresa emblema, YPF; abarcó también la transferencia al sector privado de amplias áreas en explotación, mediante la concesión de las mismas o la mera reconversión de convenios de explotación en regímenes de libre disponibilidad del petróleo, a favor de las empresas contratistas. Por otro lado, el valor de venta de YPF fue corregido a la baja, por una auditoría ad-hoc que redujo fuertemente las reservas comprobadas.
Consumada la transferencia al sector privado, la producción creció por la “fácil” expansión de reservas que permitió el trabajo de prospección de YPF realizado con anterioridad a la privatización. Este aumento junto con la des-industrialización producida en la década del 90, hicieron que la Argentina se mostrara excedentaria en producción petrolera, lo que permitió exportar cerca del 40 % de la misma. La producción alcanzó 49 millones de metros cúbicos en 1997. Asimismo, se construyeron ductos con el solo propósito de exportar gas; el volumen vendido al exterior llegó a representar más del 20% de la producción total de este fluido.
En esta época de supremacía del mercado y de precios bajos, la producción petrolera argentina representaba cerca de 1/3 de la de Venezuela, y nuestro país exportaba más petróleo que Ecuador. No faltó quien especulara con la entrada de la Argentina en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Todo un símbolo de la pérdida de vocación industrial y de una aclamada reprimarización económica.
Este sueño no solo fue breve sino, además, un mal negocio. El cenit del superávit hidrocarburífero se produjo cuando el barril de petróleo valía 17 dólares. La producción de petróleo comenzó a declinar paulatinamente ya en 1999; la de gas hizo lo propio a partir de 2007, al tiempo que un silencioso shock multiplicó gradualmente el precio internacional del crudo en seis veces, a partir de 2004. Hasta 2010, sin embargo, la Argentina mantuvo un superávit energético, decreciente en cantidades pero de gran magnitud en divisas.
En 1999 se produce la adquisición, facilitada por el Estado, de una parte mayoritaria del paquete accionario de YPF por parte de Repsol, una empresa estatal española devenida en mutlinacional. Sus actividades se concentraban en el refinamiento y la distribución de combustibles (o sea, en el llamdo downstream según la jerga del sector) que importaba de otros países, pues España casi no tenía producción propia.
Repsol invirtió en esta operación unos 13.000 millones de dólares, en parte aportados por las instituciones de crédito españolas que eran sus accionistas controlantes. De esos 13.000 millones sólo 4.000 ingresaron a la Argentina; el resto se pagó a accionistas de la YPF privatizada anteriormente, a través de las Bolsas del mundo. Esta inversión se justificaba porque parte de la estrategia de crecimiento de España se basaba en el desarrollo de “campeones nacionales” con capacidad de competir en el mercado internacional. Repsol completaba la tríada de “campeones nacionales” junto con ENDESA de España y Telefónica de España.
La absorción de YPF constituyó la oportunidad para Repsol de acceder a la producción de crudo en gran escala, con el fin de constituirse como empresa integrada. Pero, el interés por el petróleo argentino no era duradero; para competir a nivel internacional necesitaba una base de producción diversificada geográficamente y, de ser posible, tener producción en países “petroleros” donde la productividad y la “renta petrolera” son mucho más altas que en la Argentina.
Fue así que inició un gradual retiro de nuestro país, en busca de horizontes que consideraba más promisorios, particularmente en las cuencas del norte africano o en acuerdos de bajo riesgo en otros países que habían invertido en exploración a través de sus empresas estatales. También incrementó su pasivo total por operaciones especulativas en su país de origen.
En este contexto, se facilitó, luego en 2008 y con anuencia oficial, la entrada de un socio local, que no aportó capital efectivo ni experiencia empresaria pertinente. La casi totalidad de su participación se produjo a través de un financiamiento (brindado por la propia Repsol y por consorcios bancarios), que requería ineludiblemente la distribución de utilidades para el repago. Este mecanismo desfinanció a la empresa y llevó a la no reinversión en la Argentina de las cuantiosas rentas obtenidas por YPF. Se trató de una mecánica conveniente para ambos socios y enormemente gravosa para el país: Repsol, mayoritario, remitía al exterior sus utilidades para invertir en otros países (a favor de la matriz, no de su filial argentina) y el nuevo socio local pagaba, de esta forma, las cuotas de su deuda.
Por otro lado, el Gobierno Nacional produjo algunas modificaciones importantes en el marco que regula la actividad. En primer lugar, se puso en operaciones en 2007 lo dispuesto en la Constitución de 1994, en la que se reconoce el dominio originario de los recursos hidrocarburíferos a las provincias (con excepción de la plataforma continental). A partir de ello, se renovaron con bastante liberalidad, concesiones provinciales a YPF y a otras empresas que explotan campos de petróleo y gas; se produjo además un amplio llamado de varias provincias a empresas dispuestas a realizar actividades de exploración.
Además, se instituyeron en 2008 los planes “Petróleo Plus” y “Gas Plus”, por los que se estipuló que la producción de hidrocarburos procedente de reservas nuevas sería remunerada al precio internacional pleno, y ya no al valor de referencia para el consumo interno.
Estas medidas, que fueron presentadas con la intención de alentar con fondos fiscales la actividad privada para exploración y desarrollo de nuevas reservas, no fueron eficaces en los hechos –debido a errores de diseño y a fallas en los controles estatales– para contrarrestar la caída tendencial en la producción. Hoy la Argentina produce un 32% menos de petróleo y un 12% menos de gas, con relación a los valores máximos alcanzados en el pasado inmediato (en 1998 y 2004, respectivamente). El año 2011 vio acentuarse la contracción en la producción de petróleo con relación a años anteriores: la producción cayó un 6%, en tanto la reducción del quinquenio anterior había sido de 1,6% anual. La producción de gas también se contrajo 3,4%, frente a una tasa anual de reducción de 1,7% en el quinquenio anterior.
El déficit del comercio de hidrocarburos ascendió en 2011 a 3.124 millones de dólares, frente a un superávit de 1.979 millones de dólares en 2010. Señalamos que concurrió a este resultado un incremento entre ambos años del 39% en el precio del crudo y del 65% en el del gas natural licuado, lo que contribuyó a ampliar la brecha del déficit. El año 2011 mostró precios internacionales extraordinariamente elevados para los hidrocarburos.
La expropiación parcial del capital de YPF por parte del Estado podría ser leída como una respuesta a la negativa evolución de la producción, ya que se trata del principal operador del sector. En el caso del gas, su participación se redujo entre 2007 y 2011, del 29% al 23%; en el del petróleo, del 37% al 34%.
Esta decisión estatal es el primer paso para corregir el grosero error estratégico, cuando no las consecuencias de una dilapidación impune, realizado a costa del patrimonio público acumulado por varias generaciones de argentinos, a la sombra de la política de privatización. Por otro lado, la decisión implica un quiebre sustancial con la política sectorial seguida hasta hoy, que apostaba a la expansión de reservas y la producción a través de la iniciativa privada, en un marco de regulación/negociación de precios y “libre disponibilidad” de los hidrocarburos.
El ingreso del Estado como empresario de magnitud en el sector representa un cambio estructural significativo. Esta presencia estatal debe ser celebrada, en cuanto abre la posibilidad de una gestión contrapuesta a una óptica puramente mercantil.
YPF ha sido un nombre con una larga tradición y un símbolo de orgullo nacional. Durante su extensa gestión como empresa estatal, además de ser titular de la mayor parte de los yacimientos, se hizo cargo de las funciones regulatorias y de la promoción de la ocupación territorial en regiones lejanas y despobladas de nuestra geografía y del desarrollo de su infraestructura económica y social.
Para lograrlo, YPF contó con un personal capacitado y comprometido y generó un sentimiento de lealtad y permanencia no solo en ellos, sino también extendido a sus familias y a la comunidad. Las acciones llevadas a cabo por YPF no se limitaron a mejorar las condiciones materiales de los trabajadores y sus familias, sino que incidió también en la educación, los hábitos y las costumbres. Se desarrollaron barrios y se promovieron actividades sociales. Se plasmó así lo que se llamó el espíritu ypefiano, que se mantuvo hasta la privatización en los ’90.
El contexto ha cambiado considerablemente desde entonces. La adjudicación de la competencia originaria sobre los recursos naturales a las provincias y la asignación de áreas de exploración y explotación a un amplio conjunto de empresas privadas, conforman un marco más complejo del que enfrentó YPF en su historia previa, cuando detentaba el cuasi-monopolio de la explotación de hidrocarburos. Al recuperarse ahora el control estatal de YPF, estas nuevas circunstancias demandan la definición de un nuevo modelo de gestión para el futuro. En particular, deberá definirse si continuará operando bajo las pautas actuales, o si se le asignarán más importantes atribuciones, emulando el modelo estatal que supo encarnar.
Por otro lado, la actividad hidrocarburífera ya ha cumplido más de un siglo en nuestro país. Ello genera un interrogante central, que deberá ser encarado abiertamente, y se refiere a las perspectivas en cuanto a la prospección de nuevas reservas. Esta es una cuestión que solo la geología y una gestión eficaz podrán responder. Por el momento, sólo las reservas de shale gas y shale oil, de explotación compleja y costosa, con grandes dudas sobre su impacto en el medio ambiente, son la única promesa firme. Si este fuera el caso, más necesaria todavía será una gestión que sólo un Estado técnica y políticamente preparado podrá afrontar.
Ante la pobre respuesta a las políticas de incentivo ensayadas en el pasado, y dada la importancia que revisten los hidrocarburos para el desarrollo nacional, se deben celebrar –sin duda alguna– las oportunidades que se abren con la recuperación del control estatal de YPF. Se trata de un hecho precursor importante y trascendente para que el país asuma el control de sus recursos estratégicos, poniéndolos al servicio del desarrollo y de la equidad. Un primer paso, al que deberán seguir otros no menos trascendentes.
Deben subrayarse los inmensos desafíos que se perfilan, los que exigirán un complejo conjunto de políticas: la promoción de la eficiencia en el uso de la energía, la diversificación hacia fuentes renovables y no convencionales, la prospección criteriosa y ambientalmente sustentable, la adecuada apropiación y reinversión de la renta hidrocarburífera, y su potencial aporte en términos de desarrollo tecnológico, entre otras.
YPF, nuevamente en manos estatales, podrá ser un instrumento eficaz para el logro de estos fines, en la medida en que su efectivo control sea parte de un plan global y estratégico que abarque a la totalidad del sector energético y se integre con una estrategia nacional de desarrollo. Los argentinos debemos tener conciencia de que nada nos será dado “por añadidura”; de nuestro esfuerzo, de nuestra inteligencia práctica y de nuestros aciertos dependerá nuestro futuro.
Plan Fénix
Mayo de 2012
El momento con menos hambre
El fundador de Red Solidaria, Juan Carr, aseguró ayer que se registra en la actualidad el momento “con menos hambre en la Argentina” y adjudicó este avance al programa Hambre Cero.
Declaraciones de Jun Carr reproducidas por:
Tiempo Argentino
“En 1980 entré a la Universidad de Buenos Aires (UBA) con el objetivo de trabajar en la producción de alimentos para los más postergados. Desde entonces, vengo monitoreando el hambre y puedo decir que es el momento en que a menos hambre hay en nuestro país”, dijo Carr a Télam.
En este sentido, informó que “de cada 23 personas, una no tiene la comida garantizada”, mientras que en América Latina el número es de uno cada 14, y en el mundo, uno de cada siete. “O sea que estamos el doble mejor que América Latina y mejor que nunca en el mundo con el tema del hambre”, sintetizó.
Para el dirigente, el logro es mérito del Estado Nacional, provincial y de las municipalidades y también del mundo del campo que “genera como nunca” y de las instituciones privadas que “asisten el tema del hambre”.
“Es el momento en que más cerca están los números del sector público y privado en cuanto al hambre y desnutrición, es decir que todos vemos lo mismo: el proceso viene bien”, dijo.
Según Carr, “tanto para el sector público como para el privado, el hambre puede terminar en unos años. Es un lugar de encuentro para los dos ámbitos, sobre todo en la última década”, agregó.
Carr explicó que la tarea de asistencia se da desde tres lugares: pesando y midiendo a los chicos y adolescentes; con la provisión clásica de alimentos, y mejorando la dieta.
El dirigente social aclaró que los datos no hablan de índice de pobreza e indigencia sino de “personas con hambre” y en esa línea explicó que “en los años 1998/1999 en el país había entre 20 y 24 menores de dos años que fallecían por causas relacionadas a la desnutrición”, mientras que ahora se registran “tres o cuatro muertes por día por esas causas”.
“El número de víctimas bajó mucho y estudios privados y públicos coinciden en la mejora, que no aún no se puede celebrar porque todavía falta, pero sí se refleja el cambio”, agregó.
Para Carr, sólo resta un esfuerzo en lo vinculado a la distribución de los alimentos: “Falta ese gran encuentro entre las comunidades religiosas, educativas y los gobiernos.”
“Necesitamos que se unan para una mejor distribución, porque la comida está. Si se logra esa mesa, el Hambre Cero es inminente en todo el país”, afirmó.
El fundador de Red Solidaria adelantó que el objetivo es “ir declarando algunas localidades como ‘ciudad con Hambre Cero’. Es algo simbólico.”
La importancia de lograr el Hambre Cero está estrechamente vinculada al futuro, opinó Carr, y ejemplificó: “El 47% de los chicos que nacen terminan el secundario; si terminamos con el hambre, podríamos lograr duplicar esa cifra.
Presente y futuro
En medio de las noticias cotidianas y las discusiones sobre la situación actual de la moneda estadounidense en el mercado cambiario argentino, se ha perdido de vista la proyección futura del dólar y su relación con la estructura económica argentina de los años por venir.
Por:
Alejandro Rofman
El dólar en el mundo ha dejado de ser la moneda solvente y exclusiva como reserva de valor que era conocida como tal hasta hace un par de décadas. En ello incidió la emergencia de nuevas estructuras productivas muy dinámicas que llevaron sus respectivas monedas –como el yuan chino, el yen, el marco alemán y, luego, el euro– a posiciones preeminentes. La debilidad del dólar se fue acentuando cuando los EE UU, sin dejar de ser la potencia económica mundial líder, comenzó no hace mucho a exhibir elevados déficits en su balanza comercial y en su cuenta presupuestaria anual y tuvo –y tiene– que acudir a la emisión de títulos públicos para que, especialmente, China los adquiera y la ayude a cerrar la brecha de tales déficits. La notable dependencia de la economía estadounidense del financiamiento chino redujo el peso real del dólar en los intercambios financieros y comerciales mundiales. Además, alianzas de países desarrollados o en pleno desarrollo comenzaron a operar sin el dólar como moneda de cuenta en sus transacciones internas de tipo comercial. Hasta la Argentina y Brasil, hace poco, iniciaron un camino similar al que ahora se intentan plegar otros países de la región. Para nuestra economía sigue siendo importante la posesión de reservas en dicha moneda.
¿Por qué entonces tanto ruido interno con el dólar? Es que todavía para un gran sector de la clase media y alta dicha moneda –que para muchos va a sufrir una fuerte devaluación en los próximos años sigue siendo tanto desde el punto– de vista simbólico como monetario un instrumento de conservación de valor, sobre todo por nuestra historia inflacionaria desde hace 60 años. ¿Cómo hacer para que los que así opinan dejen de colocar al dólar en el centro de la atención pública? Parece oportuno comenzar una campaña aleccionadora a la población en general con los argumentos arriba citados y a la vez dictar normas (caso precios de bienes inmobiliarios) que valoricen al peso argentino como instrumento real de manejo de los intercambios económico-financieros. Es preciso destacar el proceso de progresiva sustitución del dólar en su función histórica y, remarcar, que la solidez de nuestro aparato productivo, de las reservas monetarias, del comportamiento positivo de las balanzas comercial y de pagos y del superávit presupuestario nos aleja de cualquier eventual tormenta con el dólar y que este pasajero episodio , surgido por la necesidad de resguardar recursos monetarios internacionales en plena crisis mundial, atañe a una moneda que cada vez es menos representativa de solidez y confianza.
La difícil convivencia del capitalismo y la democracia. Las finanzas asaltan el poder político
18-03-2012 Wolfgang Streeck
Le Monde Diplomatique
Traducción de Gabriela Villalba
La inflación, la deuda pública y la deuda privada fueron los tres mecanismos sucesivos con los que se fue paliando durante casi medio siglo el conflicto estructural entre capitalismo y democracia. Hoy, agotados esos recursos, la política pasó a ser dictada por los financistas sin intermediarios.
Día tras día, los acontecimientos que jalonan la actual crisis nos enseñan que hoy son “los mercados” quienes dictan su ley a los Estados. Aunque supuestamente democráticos y soberanos, se les prescriben los límites de lo que pueden hacer por sus ciudadanos y se les sugieren las concesiones que deben exigir de ellos. Para la población, algo es claro: los líderes políticos no sirven a los intereses de sus ciudadanos, sino a los de otros Estados u organizaciones internacionales –como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Unión Europea–, resguardados en los rigores del juego democrático. Generalmente, esta situación se describe como la consecuencia de una falla en la estabilidad general: una crisis. ¿Pero realmente es así?
También se puede leer la “Gran Recesión” (1) y el cuasi colapso de las finanzas públicas resultante como la manifestación de un desequilibrio fundamental de las sociedades capitalistas avanzadas, tironeadas entre las exigencias del mercado y las de la democracia. Una tensión que convierte a los disturbios y la inestabilidad más en una regla que en una excepción. Entonces sólo podría comprenderse la crisis actual a la luz de la transformación, intrínsecamente conflictiva, de lo que llamamos “capitalismo democrático”.
Desde fines de 1960, se implementaron tres soluciones sucesivas para superar la contradicción entre democracia política y capitalismo de mercado. La primera fue la inflación, la segunda fue la deuda pública y la tercera, la deuda privada. Cada uno de estos intentos se corresponde con una configuración particular de las relaciones entre los poderes económicos, el mundo político y las fuerzas sociales. Pero estas soluciones entraron en crisis una tras otra, precipitando el paso al ciclo siguiente. Por tanto, la tormenta financiera de 2008 marcaría el final del tercer período y la probable llegada de un nuevo arreglo, cuya naturaleza sigue siendo incierta.
La inflación
El capitalismo democrático de la posguerra tuvo su primera crisis a partir de fines de los años sesenta, cuando la inflación comenzó a desbocarse en todo el mundo occidental. La desaceleración del crecimiento económico de pronto amenazaba la continuidad de un modo de pacificación de las relaciones sociales que había puesto fin a los conflictos de posguerra. Básicamente, la receta adoptada hasta el momento había sido la siguiente: la clase obrera aceptaba la economía de mercado y la propiedad privada a cambio de la democracia política, la cual garantizaba protección social y una mejora constante del nivel de vida. Más de dos décadas de crecimiento ininterrumpido contribuyeron a anclar la creencia de que el progreso socioeconómico era un derecho inherente a la ciudadanía democrática. Esta visión del mundo se traducía en reivindicaciones que los líderes se sentían obligados a cumplir: ampliación del Estado de Bienestar, derecho de los trabajadores a la libre negociación colectiva y pleno empleo. Todas estas medidas fueron sostenidas por gobiernos que utilizaban abundantemente las herramientas económicas keynesianas.
Pero cuando, a comienzos de los años setenta, el crecimiento comenzó a declinar, esta solución comenzó a tambalear (una inestabilidad que se manifestó en una ola mundial de protesta social). Los trabajadores, aún no paralizados por el miedo al desempleo, creían que no debían renunciar a lo que ellos consideraban como su derecho al progreso.
Con el correr de los años, todos los gobiernos del mundo occidental se vieron enfrentados al mismo problema: ¿cómo llevar a los sindicatos a moderar las demandas de aumento salarial sin tener que cuestionar la promesa keynesiana del pleno empleo? En efecto, mientras que, en algunos países, la estructura institucional del sistema de negociaciones colectivas facilitaba la firma de “pactos sociales” tripartitos, en otros, la década de 1970 fue marcada por la convicción (compartida en las más altas esferas del Estado) de que dejar crecer el desempleo para contener el alza de los salarios constituiría un suicidio político o incluso el asesinato de la propia democracia capitalista. Para superar este callejón sin salida y preservar tanto el pleno empleo como la libre negociación colectiva, se esbozó una salida: la flexibilización de las políticas monetarias, a riesgo de dejar escapar la inflación.
Puja de clases
Al principio, el aumento de precios casi no significaba un problema para los trabajadores: estaban representados por sindicatos lo suficientemente poderosos como para imponer un ajuste de hecho de los salarios en base al aumento de precios. Sin embargo, al erosionar su patrimonio, la inflación perjudicaba a los acreedores y tenedores de activos financieros, es decir, a grupos que contaban con relativamente pocos trabajadores entre sus filas. En tales condiciones, se puede describir la inflación como el reflejo monetario de un conflicto distributivo: por un lado, una clase trabajadora que reclama por seguridad en el empleo y una participación mayor en el ingreso nacional; por otro, una clase capitalista dedicada a maximizar el retorno de la inversión. Dado que ambas partes se basan en ideas mutuamente incompatibles de lo que les toca, ya que una privilegia los derechos de los ciudadanos y la otra los de la propiedad y el mercado, la inflación expresa aquí la anomia de una sociedad cuyos miembros no logran llegar a un acuerdo acerca de criterios comunes de justicia social.
Si bien en la inmediata posguerra el crecimiento económico había permitido que los gobiernos desactivaran los antagonismos de clase, la inflación ahora les permitía preservar el nivel de consumo y la distribución de los ingresos echando mano a recursos que la economía real todavía no había producido.
Aunque eficaz, esta estrategia de pacificación de los conflictos no podía durar indefinidamente. Con el tiempo, terminó provocando una reacción de parte de los poseedores de capitales interesados en proteger su patrimonio. Bajo su influencia, la inflación condujo al desempleo, castigando a los trabajadores, a cuyos intereses había atendido originalmente. Aguijoneados por los mercados, los gobiernos abandonaron los acuerdos salariales redistributivos para volver a la disciplina presupuestaria.
La inflación fue derrotada después de 1979, cuando Paul Volcker, recién nombrado director de la Reserva Federal estadounidense por el presidente James Carter, ordenó un aumento sin precedentes de las tasas de interés, que hizo trepar la desocupación hasta niveles que no se habían alcanzado desde la Gran Depresión. El “golpe” fue validado por las urnas: el presidente Reagan –de quien se dijo que en un principio había temido las repercusiones políticas de las medidas deflacionistas adoptadas por Volcker– fue reelecto en 1984 [había sido elegido para su primer mandato en 1980]. En el Reino Unido, Margaret Thatcher, que había seguido las políticas estadounidenses, también fue reelecta en su cargo de Primera Ministra en 1983, a pesar de la rápida desindustrialización y alza en el número de desocupados, provocadas, entre otras cosas, por su política de austeridad monetaria. En ambos países, la deflación fue acompañada por un ataque contra los sindicatos. En los años siguientes, la inflación se mantuvo limitada en todo el mundo capitalista, mientras que la desocupación seguía aumentando de modo más o menos constante: entre el 5% y el 9% entre 1980 y 1988, particularmente en Francia. Al mismo tiempo, la tasa de sindicalización caía y las huelgas se volvían tan esporádicas que incluso algunos países dejaron de relevarlas.
La deuda pública
La era neoliberal se abrió en el momento en que los Estados anglosajones abandonaron lo que había sido uno de los pilares del capitalismo democrático de la posguerra: la idea de que el desempleo podría arruinar el apoyo político del que gozaban no sólo los gobiernos en el poder, sino también el propio modo de organización social. Los líderes políticos de todo el mundo siguieron con gran atención los experimentos realizados por Reagan y Thatcher. Sin embargo, aquellos que habían esperado que el fin de la inflación pusiera término a los desórdenes económicos pronto se sintieron decepcionados. La inflación disminuyó, pero sólo para dar paso a la deuda pública, que alzó vuelo durante los años ochenta. Y así ocurrió por diversas razones.
El estancamiento del crecimiento había vuelto a los contribuyentes –en especial a los más prósperos e influyentes– muy hostiles respecto de las retenciones fiscales. Y la contención del aumento de los precios puso fin a los aumentos de impuestos automáticos (a medida que crecían los ingresos).También fue el final de la continua devaluación de la deuda pública mediante el debilitamiento de las monedas nacionales, que en un primer momento había completado el crecimiento económico, antes de sustituirlo progresivamente, como una herramienta clave para reducir la deuda. El aumento del desempleo generado por la estabilización monetaria obligó a los Estados a incrementar los gastos en ayuda social. Además, comenzaba a caer la realización de los diferentes derechos sociales creados durante la década de 1970, a cambio de que los sindicatos aceptaran la moderación salarial (especie de salarios diferidos). Y pesaba cada vez más en las finanzas públicas.
Dado que ya no era posible apostar a la inflación para reducir la brecha entre las exigencias de los ciudadanos y las de los mercados, el encargado de financiar la paz social fue el Estado. Durante un tiempo, la deuda pública constituyó un cómodo equivalente funcional de la inflación. En efecto, al igual que esta última, la deuda pública permitía que los gobiernos utilizaran recursos que aún no habían sido producidos para aliviar los conflictos distributivos. O, para decirlo de otro modo, que echaran mano a los recursos futuros para completar los actuales. A medida que la lucha entre las exigencias de los mercados y las de la sociedad se trasladaba del lugar de producción hacia la arena política, las presiones electorales sustituyeron a las luchas sindicales. En vez de echar a andar la máquina de hacer billetes, los gobiernos comenzaron a endeudarse más y más. Un proceso facilitado por el bajo nivel de inflación, que tranquilizaba a los acreedores respecto del valor a largo plazo de las obligaciones del Estado.
Sin embargo, la acumulación de deuda pública tampoco podía durar para siempre. Desde hacía mucho tiempo los economistas alertaban a las autoridades sobre el hecho de que el déficit público agotaba los recursos disponibles y sofocaba la inversión privada, conllevando un incremento de las tasas de interés y una desaceleración del crecimiento. Pero no eran capaces de identificar un umbral crítico. En la práctica, resultó posible, al menos por un tiempo, mantener las tasas de interés relativamente bajas desregulando los mercados financieros y contener la inflación debilitando aun más a los sindicatos. No obstante, Estados Unidos, un país donde el nivel de ahorro es excepcionalmente bajo, pronto empezó a vender sus bonos del Tesoro, no sólo a sus propios ciudadanos, sino también a inversores extranjeros, fondos soberanos incluidos. Además, a medida que aumentaba el peso de la deuda, se utilizó un porcentaje cada vez mayor del gasto público para pagar los intereses. Y, sobre todo, era preciso que en un momento dado –imposible de determinar a priori– los acreedores nacionales y extranjeros exigieran recuperar su dinero. Los “mercados” entonces harían todo lo posible para imponer a los Estados la disciplina presupuestaria y la austeridad necesarias para salvaguardar sus intereses.
La elección presidencial estadounidense de 1992 estuvo dominada por la cuestión del doble déficit: déficit del gobierno federal y déficit comercial de todo el país. La victoria de William Clinton, que lo había convertido en su principal eje de campaña, marcó el inicio de una serie de esfuerzos de “consolidación presupuestaria” (2). A escala mundial, estos fueron promovidos agresivamente bajo la égida de Estados Unidos, por organismos como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el FMI. En un principio, la administración demócrata proyectó reducir el déficit impulsando el crecimiento económico a través de importantes reformas sociales y aumentos de impuestos. Sin embargo, en 1994 los demócratas perdieron la mayoría en el Congreso en las elecciones de medio término. Entonces, Clinton dio media vuelta y adoptó una política de austeridad, marcada por una reducción significativa del gasto público y un giro político que, según sus propias palabras, pondría fin a “la protección social tal como la conocemos”. Entre 1998 y 2000, por primera vez en décadas, el gobierno federal estadounidense alcanzó el superávit presupuestario.
La deuda privada
No obstante, la administración Clinton no había logrado pacificar la economía política del capitalismo democrático de una manera sostenida. Su estrategia de gestión de conflictos sociales consistió en gran parte en ampliar la desregulación del sector financiero, ya iniciada por Reagan. La rápida ampliación de las desigualdades en los ingresos, provocada por el continuo debilitamiento de la sindicalización y los fuertes recortes al gasto social, como así también la disminución de la demanda agregada (3) generada por las políticas de ajuste presupuestario, fueron compensados por la posibilidad, para los ciudadanos y las empresas, de endeudarse hasta niveles sin precedentes. Hizo entonces su aparición la feliz expresión “keynesianismo privatizado”, para designar la sustitución de la deuda pública por su hermana melliza, la deuda privada. El gobierno ya no se endeudaba para financiar la igualdad de acceso a una vivienda digna o la capacitación de los trabajadores: ahora eran los propios individuos quienes eran invitados (generalmente sin poder optar realmente) a tomar préstamos bajo su propio riesgo para pagar sus carreras o para mudarse a barrios menos pobres (4).
La política llevada a cabo por la administración Clinton dejó contentos a muchos. Los ricos pagaban menos impuestos y, entre ellos, los que habían sido lo suficientemente avispados como para invertir en el sector financiero cosecharon enormes ganancias. Pero no todos los pobres tuvieron razones para lamentarse (al menos no en un primer momento). Los préstamos subprime, junto con la riqueza ilusoria en la que se basaban, sustituyeron los subsidios sociales (que se suprimían) y los aumentos de sueldo (en ese entonces inexistentes en la parte inferior de la escala de un mercado laboral “flexibilizado”). Para los afroamericanos, en particular, la adquisición de una vivienda no sólo significaba cumplir el “sueño americano”: se trataba de un sustituto básico de las jubilaciones que sus empleos –cuando tenían uno– no les aseguraban y que no tenían razones para esperar de parte de un gobierno abocado a mantener la austeridad.
Así, a diferencia del período dominado por la deuda pública –donde el préstamo estatal permitía utilizar hoy los recursos de mañana–, ahora eran los individuos los que podían comprar inmediatamente todo lo que necesitaban, a cambio de su compromiso de volcar a los mercados una parte importante de sus ingresos futuros.
Así pues, la liberalización permitió compensar la consolidación presupuestaria y la austeridad pública. La deuda privada se sumó a la deuda pública y la demanda individual –conformada con gran cantidad de dólares por la floreciente industria del casino financiero– tomó el lugar de la demanda colectiva conducida por el Estado. Fue ésta, entonces, la que sostuvo el empleo y las ganancias, en particular en el sector inmobiliario. Esta dinámica experimentó una aceleración a partir de 2001, cuando la Reserva Federal, presidida por Alan Greenspan, adoptó tasas de interés muy bajas para prevenir una recesión y un regreso a niveles altos de desocupación. Pero el “keynesianismo privatizado” no solamente permitió que el sector financiero obtuviera ganancias sin precedentes: también fue la columna vertebral de un boom económico que hacía palidecer de envidia a los sindicatos europeos. Estos erigieron en modelo la política de dinero fácil implementada por Greenspan, que provocaba el rápido endeudamiento de la sociedad estadounidense. Observaban con entusiasmo que, a diferencia del Banco Central Europeo, la Reserva Federal estadounidense tenía la obligación jurídica no sólo de garantizar la estabilidad monetaria, sino también de mantener un alto nivel de empleo. Por supuesto, todo esto finalizó en 2008, con el repentino colapso de la pirámide de créditos internacionales en la que descansaba la prosperidad de fines de la década de 1990 y comienzos de la de 2000.
¿A qué nos enfrentamos?
Luego de sucesivos períodos de inflación, déficit público y deuda privada, el capitalismo democrático de la posguerra entró en su cuarta etapa. Mientras todo el sistema financiero global amenazaba con implosionar, los Estados-nación intentaron restablecer la confianza económica socializando los préstamos tóxicos que antes habían autorizado con el fin de equilibrar sus políticas de consolidación presupuestaria. Combinada con la recuperación necesaria para evitar un colapso de la “economía real”, esta medida generó una dramática ampliación del déficit público. Señalemos al pasar que este desarrollo no derivaba de la naturaleza despilfarradora de líderes oportunistas o de instituciones públicas mal diseñadas, como alegaban algunas teorías elaboradas durante los años noventa, bajo los auspicios, particularmente, del Banco Mundial y el FMI.
El resto es historia conocida: desde 2008, el conflicto distributivo inherente al capitalismo democrático se convirtió en una lucha encarnizada entre inversores financieros mundiales y Estados-nación soberanos. Mientras que, en el pasado, los trabajadores luchaban contra los patrones, los ciudadanos contra los ministros de Finanzas y los deudores privados contra los bancos privados, hoy las instituciones financieras cruzan sus espadas con los Estados... a quienes, sin embargo, recientemente sometieron a chantaje para lograr que las salvaran. Queda por determinar la naturaleza de las relaciones de poder en las que se apoya esta situación.
Recortes sin precedentes
Desde que comenzó la crisis, por ejemplo, los mercados financieros exigen tasas de interés muy variables según los Estados. Por lo tanto, ejercen presiones diferenciadas a los gobiernos para obligar a sus ciudadanos a aceptar recortes presupuestarios sin precedentes. Puesto que hoy pesa una deuda colosal sobre los hombros de los Estados, cualquier aumento en las tasas de interés, por pequeño que sea, es capaz de provocar un desastre presupuestario (5). Al mismo tiempo, los mercados deben cuidarse de no someter a los Estados a una presión excesiva, ya que estos podrían muy bien optar por declarar el défault sobre sus obligaciones de deuda. Es preciso, entonces, que algunos Estados estén dispuestos a salvar a otros, más amenazados, para que se protejan del aumento general de las tasas de interés sobre los préstamos soberanos.
Además, los mercados no sólo esperan una consolidación presupuestaria: también exigen perspectivas razonables de crecimiento económico. Pero, ¿cómo combinar ambas expectativas? Aunque la prima de riesgo sobre la deuda irlandesa haya caído cuando el país se comprometió a tomar medidas drásticas para reducir el déficit, volvió a crecer unas semanas después: el plan de recuperación era tan estricto que impedía toda reactivación económica (6).
Desde hace unos años, la administración política del capitalismo democrático se muestra, pues, cada vez más delicada. Además, es probable que, desde la Gran Depresión, los líderes políticos nunca se hayan enfrentado a una incertidumbre tan grande.
Por lo demás, ¿es totalmente inconcebible que ya esté creciendo una nueva burbuja, inflada por el dinero barato que sigue fluyendo libremente? Si bien ya no es posible invertir en las subprimes, al menos por ahora, el mercado de las materias primas o la nueva economía de internet brindan perspectivas tentadoras a algunas personas. Nada impide que las empresas financieras inviertan el efectivo que inunda los bancos centrales en lo que estos consideran como los “nuevos sectores de crecimiento” (en nombre de sus clientes privilegiados y, por qué no, para su propio beneficio). Después de todo, dado que las reformas que debían regular el sector financiero fracasaron casi por completo, el capital puede mostrarse hoy un poco más exigente que antes. Y los bancos, ya descritos en 2008 como “demasiado grandes para quebrar” (“too big to fail”), pueden esperar crecer aún más en 2012 ó 2013. Una vez más, pues, podrán practicar el chantaje que tan hábilmente han sabido jugar desde hace tres años. Pero esta vez el rescate público del capitalismo privado podría resultar imposible, aunque más no sea porque las finanzas públicas han llegado al límite de su capacidad.
En la crisis actual, el riesgo para la democracia es tan grande como el que pesa sobre la economía, si no más. No sólo la “integración sistémica” de las sociedades contemporáneas –es decir, el funcionamiento eficaz de la economía capitalista– está siendo sacudida hasta sus cimientos, sino que sucede lo mismo con su “integración social” (7). El advenimiento de una nueva era de austeridad afectó gravemente la capacidad de los Estados para encontrar un equilibrio entre los derechos de los ciudadanos y las exigencias de acumulación de capital. Además, la estrecha relación de interdependencia que mantienen los países vuelve ilusoria la pretensión de resolver las tensiones entre economía y sociedad (o entre capitalismo y democracia). Ningún gobierno puede permitirse el lujo de ignorar las restricciones y las obligaciones internacionales, en particular las de los mercados financieros. Las crisis y las contradicciones del capitalismo democrático poco a poco se fueron internacionalizando y se despliegan no sólo dentro de los Estados, sino también entre sí, según combinaciones y permutaciones que aún falta explorar.
Al observar la evolución de la crisis desde la década de 1970, parece probable que el capitalismo democrático encontrará una nueva manera –aunque también temporal– de resolver los conflictos sociales. Pero, esta vez, según modalidades que deberían estar totalmente a favor de las clases pudientes, atrincheradas en una fortaleza políticamente inexpugnable: la industria de las finanzas internacionales. Después de todo, ¿podemos descartar que éstas miren con confianza el desenlace del combate final que podrían decidir librar contra el poder político, antes de imponer su ley de una vez por todas?
Notas:
1. Para la expresión “Gran Recesión”, véase Carmen Reinhard y Kenneth Rogoff, This Time Is Different: Eight Centuries of Financial Folly, Princeton University Press, Princeton, 2009.
2. Conjunto de medidas de saneamiento presupuestario destinadas a mejorar el saldo primario (ingresos del año menos gastos sin contar los intereses de deuda).
3. Demanda total de bienes y servicios en una economía.
4. Véase Gérard Duménil y Dominique Lévy, “Incierto futuro de la Gran Potencia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2008.
5. Para un Estado cuya deuda se eleva al 100% del PIB, un aumento del 2% de la tasa de interés que paga a sus acreedores aumentaría su déficit anual en la misma suma. En consecuencia, un déficit presupuestario del 4% del PIB aumentaría la mitad.
6. Véase Frédéric Lordon, “El euro ante el derrumbe”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2011.
7. David Lockwood definió estos conceptos en “Social Integration and System Integration”, en George Zollschan y Walter Hirsch (eds.), Explorations in Social Change, Routledge y Kegan Paul, Londres, 1964.
Wolfgang Streeck es Director del Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades, en Colonia. Este artículo es una versión resumida de un trabajo publicado en la New Left Review, nº 71, Londres, septiembre-octubre de 2011.
Fuente: Le Monde Diplomatique nº 151, Enero de 2012.
El nuevo lugar de la banca Domingo 13 de mayo de 2012
Por: Guillermo Wierzba. Director del Cefid-AR Opinión.
La renacionalización de YPF es un acto de reparación que contiene una dimensión cultural y que, como tal, lleva a hacer memoria y balance sobre la década de los ’90, años en los que se desplegó el proceso de privatizaciones con una profundidad y una metodología que constituyó a nuestro país en un caso referencial del despliegue neoliberal. La recuperación de la empresa petrolera se sanciona dos meses después de la nueva Ley de Carta Orgánica del Banco Central que llegó para sustituir a la del ’90, que sirvió para profundizar el dispositivo de liberalización financiera, clave institucional de aquellas políticas neoliberales. Ambas nuevas leyes, en su exposición de motivos, coinciden en un cambio doctrinario sustantivo con relación a las ideas que guiaron el marco legal que modifican: sostienen el objetivo del desarrollo con equidad, la promoción del empleo, además de la asignación de los recursos y la intervención pública en la determinación de los precios y las cantidades. La banca provincial fue una de las víctimas del proceso de privatización y fue reconvertida por la lógica del marco regulatorio completado en aquélla década, momento en que los procesos de desintermediación e innovación financiera desplegados en el Norte fueron copiados en nuestro país y en la región latinoamericana. Dos décadas antes del impacto pleno de esas tendencias, la dictadura militar ya había sancionado la regresiva Ley de Entidades Financieras que determinó un cambio de época en el sistema favorable a la financiarización global. Ya vigente esa ley, el mercado financiero presentaba, sin embargo, durante los años ochenta, características organizacionales que demostraban la resistencia de las instituciones heredadas de la etapa sustitutiva de importaciones al raudo avance del neoliberalismo. Así, ya restablecida la democracia, existía un sistema de bancos públicos que incluía una banca pública nacional y provincial que, desplegada a lo largo del país, colocaba una amplia proporción de los créditos y captaba una parte sustancial de los depósitos. Estas instituciones jugaban un papel sustantivo en la neutralización de los impactos de los shocks financieros que se producían en la economía internacional. Los bancos públicos provinciales tenían injerencia en el desarrollo productivo provincial, regional industrial y agropecuario. Además actuaban como agentes
financieros de esas jurisdicciones. Su carácter público, en conjunto con la vigencia de regulaciones que incluían límites sobre el nivel de las tasas activas y pasivas, así como la implementación de encajes diferenciales –en los momentos en los que predominaron enfoques más productivistas–, se manifestó en algunas, aunque parciales e insuficientes, políticas de direccionamiento del crédito. Existían todavía instituciones para la defensa de una potencial estrategia de desarrollo de mediano y largo plazo que incluyera, también, la dimensión regional. Es innegable la existencia de fallas de gobierno e ineficiencias que habían reducido, pero no eliminado, esas virtudes que todavía conservaba el sistema. Esas debilidades fueron un flanco que la ideología propagada por los voceros de la profundización neoliberal utilizó para fomentar los cambios legales y regulatorios, además de las privatizaciones de las entidades que se producirían a principios de los noventa. A mediados de esa década, numerosos bancos públicos fueron vendidos. Así, en lugar de corregir errores e ineficacias, se optó por privar a los estados provinciales de una herramienta que les permitía apoyar sus producciones regionales y a la vez financiarse. El proceso de desaparición y redimensiona miento de bancos provinciales (Ver Documento de Trabajo N° 33 del Cefid-ar) comenzó con el Banco de la Provincia de Corrientes en 1992 y tuvo su apogeo en 1995 por los efectos de la crisis mexicana y la creación del denominado “Fondo Fiduciario para el Desarrollo Provincial” (Ffdp) creado por el Decreto 286795, que financiaría a los bancos sujetos a privatización y fomentaría, también, la privatización de otras empresas provinciales. Mientras tanto, por medio de otro decreto del mismo año –el 445/95– se creaba un Fondo Fiduciario de Capitalización Bancaria destinado al fortalecimiento de entidades privadas que habían sufrido descapitalización y pérdidas de depósitos. El instrumento preveía, también, el apoyo y estímulo de fusiones de bancos con el objetivo claro de promover la concentración del sistema. Con la ayuda del Ffdp se privatizaron 15 bancos públicos entre 1994 y 1998: el de Chaco, Entre Ríos, Formosa, Misiones, Río Negro, Salta, Tucumán, San Luis, Santiago el Estero, San Juan, Mendoza, Previsión Social de Mendoza, Municipal de Tucumán, Jujuy y Santa Fe. El período incluyó la desaparición del Banco Nacional de Desarrollo y la venta del Banco Hipotecario, que luego fue desnaturalizando progresivamente en su función. Sin embargo, otros bancos públicos, especialmente el Banco de la Nación, pudieron defenderse del embate privatizador, conservándose una herramienta sustantiva para la recuperación del crédito productivo y papel contracíclico en el período posterior al colapso de 2001. El Banco de la Nación, junto al resto de la banca oficial y cooperativista que sobrevivió a la embestida neoliberal, se constituyó, así, en un instrumento clave para el proyecto productivista instalado en 2003. Repensar la potencialidad de la reconstrucción de una banca regional y de desarrollo es una tarea que despierta y reinstala el actual cambio epocal.