DOCUMENTOS COMISIÓN ECONOMÍA
DISTRIBUIR LA RIQUEZA ES CONSTRUIR LA SUSTENTABILIDAD
La restauración conservadora despliega presiones y programas. Han transcurrido ocho años desde los acontecimientos provocados por el desbarajuste del modelo neoliberal, que se hundió a causa de su inconsistencia y, principalmente, del descontento ciudadano y la movilización popular, ambos resultantes de la indignación causada por las precariedades y los despojos sufridos durante la hegemonía que el capital financiero había ejercido en el último cuarto del siglo pasado. La emergencia y consolidación de un enfoque diferente desde el 2003 se tradujeron en un rápido e inédito ritmo de crecimiento del producto, en una reducción drástica del desempleo y en una solidez de la macroeconomía que los neoliberales siempre declamaron perseguir pero jamás lograron con sus políticas.
Una primera fase del nuevo rumbo se centró en la reestructuración de los precios relativos de la economía, sustentada en un tipo de cambio competitivo que ejercía la protección del mercado interno y estimulaba la sustitución de importaciones, a la vez que promovía las exportaciones, expandía el mercado interno, creaba una cantidad significativa de puestos de trabajo y recuperaba el salario de los trabajadores. Pero arribó a una instancia compleja de bifurcación de caminos, de elección entre proyectos, de opción entre alianzas necesarias.
Se llegó a ese momento luego de transitar un lustro en el que muchos políticos, intelectuales y voceros de las ideas económicas tributarias de un pensamiento único, que había sido impuesto en el lugar de certeza durante las largas y amargas décadas previas, callaron. La realidad los había dejado sin argumentos, sin propuestas, sin palabras.
Otros, frecuentadores saltimbanquis del poder y el establishment, pero también de las burocracias y sus peripecias, reconvirtieron sus berretas discursos para justificar lo nuevo, así como antes lo habían hecho con lo viejo. Para estos oportunistas amigos del mercado, el elogio del liberalismo financiero mutaba en entusiasmo aprobatorio de los estímulos al empresariado industrial.
Un tercer grupo, que había criticado consecuentemente al neoliberalismo por su rol desindustrializador, se alineó en la nueva época bregando por eternizar devaluaciones y grandes ganancias que construyeran una dinámica con eje en las exportaciones.
También se reabrieron espacios para renovadas ideas y utopías que vislumbraban la posibilidad de profundizar el rumbo de autonomía nacional con el despliegue de una política popular, edificada sobre la base del acento en el mercado interno, la unidad e integración de América Latina, la diversificación productiva, la redistribución del ingreso y el crecimiento acelerado. El quinquenio 2003/2008 había dado sobrados motivos, renovados indicios, manifiestas señales que fundaban la existencia de una apuesta jugada y audaz a la profundización por la que esta última vertiente quería militar. Un nuevo espíritu de época había nacido con la recuperación de la política como herramienta de cambio, su autonomización respecto de la lógica del veto corporativo. Asimismo lo constituía la rápida revalidación del consenso para la intervención estatal en la economía y para avanzar en la construcción de una arquitectura política, económica y financiera regional, capaz de edificar una institucionalidad latinoamericana digna de una segunda independencia. Sumaban al mismo la recuperación de los convenios colectivos para resolver salarios y el resto de la contractualidad laboral, así como la desmercantilización de las tarifas de los servicios públicos esenciales. Estos renovados vientos tuvieron una formidable potencia desestructurante sobre el modelo de valorización financiera. Es un umbral que debe ser defendido y profundizado.
Podemos especificar allí los siguientes hitos: (i) La suba del salario mínimo. (ii) La disputa por las retenciones móviles en la que se implicaba una forma de pensar el país, la economía, el desarrollo y la distribución de la riqueza, asumiendo que la estrategia asignativa se define extramercantilmente, y que su lógica resulta basada en el proyecto que expresan quienes fueron ungidos por el voto ciudadano. (iii) La inclusión en el régimen jubilatorio de millones de argentinos marginados, desde años atrás, de un derecho esencial expropiado por las sucesivas gestiones gubernamentales que se habían entregado al recetario del “Consenso de Washington”.(iv) La estatización del Correo, Aguas Argentinas y Aerolíneas Argentinas y fuertes inversiones públicas en infraestructura, escuelas y vivienda. (v) La recuperación del régimen previsional para la administración estatal, la aplicación de esos fondos a la inversión pública y la opción por conservar las posiciones de dirección en las empresas concentradas, derechos que habían devenido de las tenencias accionarias de las fenecidas AFJP. Así se reasumía el paradigma de solidaridad intergeneracional que gobiernos tributarios del pensamiento ortodoxo resignaron por otro de ahorro individual. (vi) El desendeudamiento con el FMI y la desvinculación de sus recomendaciones de política. (vii) La refinanciación de la deuda externa, con una quita de más del 60%. (viii) La asignación universal por hijo, nueva y profunda política que confirma la vocación reparadora y constitutiva de ciudadanía de un gobierno diferenciado claramente de sus predecesores que nunca atendieron a esta propuesta clave de las organizaciones sociales.
La recuperación y ampliación de derechos económicos y sociales en la primera parte del gobierno de Kirchner -que vino de la mano del crecimiento del empleo y el reordenamiento de las condiciones de gobernabilidad- , luego de la devastación de la crisis económica y política del 2001, tuvo menos resistencias y fue acompañada por conversos circunstanciales y por los silencios de los enterrados debajo de los escombros por aquel derrumbe, en el que cayó lo que habían asegurado indestructible.
Pero en el final del gobierno de Néstor Kirchner y en el comienzo del de Cristina Fernández, la continuidad del proyecto requería de su profundización. El estímulo de la demanda en una economía con el 20% de desempleados no tiene las mismas lógicas cuando el índice se reduce al 8%; en la primera situación alcanza con la promoción del empleo, en la segunda se requiere de la mejora del salario. Además, la reinserción de los trabajadores en su condición activa va haciendo mutar las luchas por la inclusión por otras que persiguen mejoras salariales, entre las cuales algunas adquieren un carácter emancipatorio que se expresa en la resistencia de los trabajadores a ser considerados como una mera mercancía. Así, tanto la revisión de la flexibización laboral como la recuperación de las convenciones colectivas, la creciente conformación de cooperativas de trabajo y, también, el desplegado movimiento de fábricas recuperadas administradas por los trabajadores constituyen significativas manifestaciones de una renovada situación social.
A su vez, recompuesta la tonicidad del mercado interno, los empresarios recuestan sus preocupaciones más bien en el afán de ganar más que en el peligro de quebrar por falta de ventas. Ni hablar de los que venden al exterior, siempre atentos a menores costos que les faciliten competitividad y más rentabilidad.
En las economías del capitalismo contemporáneo, la concentración de la oferta -que en la Argentina es agudísima, en condiciones de mercados muy oligopolizados- permite a los formadores de precios maximizar beneficios extraordinarios, trasladando los costos de las mejoras salariales a los aumentos de precios. Así, la continuidad de las políticas redistributivas, inevitable para no retroceder, se enmarca en una intensificación de pujas por el ingreso. Sólo la intervención pública y estatal puede ordenar y resolver esa continuidad. Nunca el mercado que, contrariamente, disciplina siempre hacia el retroceso. La política, como posibilidad democrática, iguala y elimina injusticias; el mercado, como expresión de poder contante y sonante, ensancha diferencias.
Un límite dramático, sin embargo, han tenido las conducciones del proyecto en curso, límite en cuya superación le va la vida misma, su propia posibilidad de continuidad. Ese límite es la ausencia de la reforma del Estado, necesaria para reemplazar un aparato funcional al neoliberalismo por una herramienta apta para una transformación de signo democrático, nacional y popular. “Achicar el Estado” no ha sido “agrandar la Nación”, como decía la consigna de la dictadura, sino desintegrarla e inviabilizarla. Resultará, entonces, imprescindible acometer un proceso de reestructuración y expansión del mismo.
La intervención estatal para garantizar la redistribución del ingreso, y mucho más para auspiciar la de la riqueza, requiere de un control antimonopólico, una administración y un seguimiento de precios permanente, eficiente y potente. Su articulación demanda mucho más que ciertos modos de presión y negociación o intervenciones de oportunidad en los mercados, efectuadas con distintas cuotas de habilidad o fortuna. Significa estructuras estatales con la implicación en las mismas de numerosos agentes, que deben ser ciudadanos profesionalizados y compenetrados con el signo transformador del proceso en curso y, además, una indispensable participación y organización popular. Debe combinar distintos tipos de instrumentos, como el conocimiento de las cadenas de producción, la regulación de los beneficios en sus distintos eslabones, hasta la organización de empresas “testigo” para intervenir decisivamente en las condiciones de competencia de mercados donde se transan bienes esenciales al consumo popular. En economías altamente concentradas es indispensable, como elemento clave de la política económica, una estrategia antioligopólica y que impida los abusos de posición dominante. Argentina es un caso típico.
Durante los dos últimos años, en las paulatinas alzas de los precios de los bienes de consumo popular y de los que integran la demanda de los sectores medios y en la ausencia de la necesaria rectificación del rumbo en el INDEC, confluyeron dos situaciones que tuvieron sensible influencia sobre los resultados de las recientes elecciones parlamentarias. Ambas están ligadas a la carencia de una transformación del Estado. Estas insuficiencias se tradujeron en la ineficacia de la política de precios que provocó retrocesos en la distribución del ingreso y subestimó el peso de la calidad de la información estadística en la conformación del consenso popular. Las alzas de precios sobrevinieron como modo de resistencia del poder económico concentrado a las mejoras salariales. También daban cuenta de la posibilidad, vislumbrada por los grandes grupos empresarios, de apropiación de mayores beneficios extraordinarios a costa de los aumentos del ingreso disponible de los argentinos. Éstos eran el resultado de otras medidas redistributivas, como los aumentos de jubilaciones y de los sueldos e ingresos fijos de toda la economía. Las empresas concentradas registraron que el nivel de la demanda, sostenido con esos ingresos mejorados, se había elevado a pesar de los sucesivos aumentos de precios; en consecuencia acentuaron esos ajustes. Una economía ampliada, de complejidad creciente, le quedó muy grande a una política de administración de precios sustentada en precarias vigilancias y acuerdos espasmódicos con agentes formadores de mercados.
El otorgamiento de subsidios a empresas de servicios básicos es un instrumento imprescindible para la fijación de tarifas que reconozcan su condición de derecho social y las desprendan del carácter mercantil, pero el retiro de la lógica de mercado demanda la implementación de otros modos de garantizar la calidad y la corrección de la prestación. Los costos que no se pagan en la construcción de una burocracia eficiente están condenados a substituirse por otros que se erogarán para beneficio de los empresarios dueños de las empresas subsidiadas. Además, las firmas estatizadas requieren de reconversiones hacia nuevos diseños que garanticen una mejor atención de las necesidades ciudadanas.
La organización de una estrategia permanente de tipo de cambio múltiple, objetivo clave del régimen de retenciones, requiere de una estructura estatal que intervenga en su formulación, así como en las tareas de comunicación y construcción de hegemonía indispensable para esa política de Estado, por estar ésta implicada en un proyecto redistributivo que sería imposible sin afectar los más poderosos intereses.
Un tiempo antes de las elecciones, la corriente de opinión que favorecía un modelo centrado en las exportaciones y mano de obra intensiva y barata, desencadenó sus presiones prodevaluatorias para restaurar y eternizar niveles de salarios bajísimos en dólares, apuntando a promover una rearticulación de la economía nacional en la globalización. Ese modelo está basado en un patrón de acumulación definido en el proteccionismo industrial, los bajos sueldos y la recomposición de la relación externa subordinada a los centros del poder mundial. Esta propuesta desertaba del campo aliado al gobierno, e inauguraba un vértice de críticas a éste, agrupando a los intereses de conglomerados industriales productores de commodities.
Mientras tanto, la mesa de enlace blandía la receta restauradora más descarnada, reclamando la eliminación de las retenciones, el abandono de la intervención estatal en la economía y la desregulación de los procesos de comercialización. Exponente del proyecto sojero, de especialización exclusiva en producciones agrarias y agroindustriales, esta receta supone un enorme costo ambiental, destruye el suelo y pone en peligro nuestra soberanía alimentaria y la vida del pueblo, además de apuntar a un diseño de país situado en las antípodas del que, con sus contradicciones y evidentes zonas oscuras, fomenta la acción del gobierno nacional. De atenderse la pretensión de que la asignación de recursos económicos responda a las señales de precios del mercado internacional, se claudicaría hacia una nueva reedición de la estructura productiva subdesarrollada, subordinada y dependiente, provocando el incremento del desempleo y una repetida postergación de las vocaciones de autonomía.
El desencadenamiento de la crisis mundial mostró las virtudes de una política económica afincada en un patrón de acumulación con mayor autonomía: Argentina sufrió menos el impacto que la mayoría de los países de desarrollo similar. Pero aun así, la globalización financiera tiene un grado de profundidad tal que resulta imposible la evitación de todo impacto. El perfil de exportaciones del país, dominado por los commodities agropecuarios –que paradójicamente, como se señaló, ponen en juego el futuro- favoreció notablemente el sostenimiento de un balance comercial positivo, debido a que en el comercio internacional de los mismos predominaron las tendencias estructurales determinadas por el crecimiento asiático. Pero, a pesar de este conjunto favorable de condiciones en la economía nacional, ésta flaqueó por la insuficiencia de profundidad en algunos perfiles de política que el gobierno adoptó correctamente, mas con tono tibio: las regulaciones de los flujos de capital evitaron corridas como las que acontecieron en otros países de la región, pero no impidieron una corriente constante de egresos de divisas que, con el tiempo, acumuló un monto sustantivo. Esta sustracción de recursos resultó en demérito del crecimiento de la producción y la mejora de las condiciones sociales. Los encajes y la adopción de determinadas restricciones en el mercado de valores se quedaron cortos; hubiera sido y es necesaria una energía más radical en institucionalizar y profundizar las restricciones a los movimientos de capital de corto plazo. La actual reversión de salidas por entradas no debe ser asumida con discursos y actitudes apologéticas, pues justamente la volatilidad es la característica intrínseca de esos fondos especulativos.
La crisis puso en cuestión el modo de valorización financiera del capital en el centro del sistema. Así, se recrearon consensos respecto de la intervención estatal en la actividad económica. La reivindicación de ésta por parte de Argentina y otros países latinoamericanos dejó de ser un hecho anómalo. Pero lejos estuvieron los países centrales de retomar políticas de intervención estatal que significaran una ruptura con el predominio de la lógica de regulación financiera: los estados centraron su intervención en el salvataje de bancos y en el refuerzo de normas con el objetivo de emparchar el patrón de acumulación vigente, que no están dispuestos a cambiar ni reformar. La dinámica de la globalización financiera requiere del modo actual de funcionamiento y no admite mutaciones. Hoy el continuismo neoliberal se ilusiona con una mejoría que mantiene todas las condiciones que provocarán una crisis más grave en pocos años, la prueba es que ya se verifican la continuidad y profundización de apalancamientos aventureros, mientras los pueblos viven las consecuencias de resquebrajamientos productivos, recesiones, más desempleo y desgarramientos sociales. Las sucesivas reuniones del G20 produjeron documentos que traducen la hegemonía del continuismo de las políticas de liberalización –incluyendo la reinstalación del FMI en el lugar de institución clave de las finanzas internacionales-, no manifiestan vocación para poner límite al flujo libre de los movimientos de capitales ni para restringir las innovaciones financieras propias de la acumulación especulativa del capital financiero, fenómenos que traen agudas consecuencias de desfinanciamiento del desarrollo y de agravamiento y frecuencia de las crisis. Los costos de estos colapsos son una y otra vez trasladados por el centro del sistema hacia la periferia, con el objeto de descargar sus efectos sobre las espaldas de los países más débiles y las franjas más pobres de la Humanidad. No obstante, el funcionamiento del G20 ha significado un avance respecto de su predecesor G7; el traslado de cuestiones cruciales a un ámbito en el que participan algunos países del Sur amplía el espacio de debate. Así, Argentina y los BRICS han introducido discusiones sobre cuestiones sustanciales como la reversión de presiones favorables a la flexibilización laboral. La puja, producto de esas nuevas incorporaciones, se sitúa en la tensión entre una mayor disputa y la legitimación de los poderosos. Sin embargo, está pendiente lo principal: la restitución a las Naciones Unidas del rol de ámbito de cooperación del conjunto de la comunidad internacional, y en consecuencia, su fortalecimiento como organización natural para abordar la discusión y resolución de los temas de la economía global. Ha sido una contribución a la democratización del poder a nivel mundial el fortalecimiento en América Latina del MERCOSUR, y la creación de nuevas instancias legítimas de institucionalidad política, económica y financiera, como UNASUR y el Banco del Sur. En la misma dirección aportarán los intercambios en monedas locales, la construcción futura de un Fondo Regional de Reservas, el avance hacia una moneda única latinoamericana. Precisamente es el regionalismo el espacio desde donde reconstruir unas Naciones Unidas democratizadas, ya que el control de los países del Norte sobre esa institución la llevó a la parálisis, a la degradación y a su instrumentación para operaciones funcionales a los poderes imperiales.
Cuando las miradas y lecturas de la situación del capitalismo mundial debieran fortalecer y alimentar los proyectos de autonomía y de desconexión relativa respecto a la internacionalización financiera, la AEA –nucleamiento que agrupa al empresariado más poderoso y concentrado del país- y la mesa de enlace –expresión de los propietarios rurales perceptores de rentas extraordinarias- confluyen en la difusión y reclamo de un programa completo centrado en concepciones “libremercadistas”, a las que se ha sumado la dirección de la UIA, a la vez que pronuncian y estimulan políticas de “disciplinamiento” social y penalización y represión de la protesta. Un trípode, sustentado en la rearticulación con el FMI y la “comunidad” financiera internacional, la reducción y eliminación de retenciones y la desintervención estatal de la economía es el asiento de un programa de la restauración. Sucede que la concentración de la producción no ha cejado en ningún momento y por eso resulta urgente la implementación de políticas desconcentradoras, desmonopolizadoras y redistributivas. El crecimiento del PBI por sí mismo no allega equidad, las mejoras salariales a veces van por detrás del aumento de la productividad del trabajo – como ocurrió en el último cuarto de siglo pasado en el que se produjo una reducción drástica de la participación de los trabajadores en el ingreso-. Una auténtica redistribución se sustenta en tres pilares: el aumento del empleo, el alza de los salarios que supere la mejora de la productividad y las políticas fiscales progresivas. Cuando se discute la distribución en una economía concentrada como la Argentina, los grandes beneficiarios de las lógicas de la desigualdad reaccionan, a veces ferozmente. Así ocurrió con la Ley de servicios audiovisuales, de trámite democrático y participativo y objetivos desoligopolizadores y estimuladores de la gestión social de proyectos, atacada por los grandes dueños de empresas de comunicación y los exponentes de la derecha. Igual actitud han tenido frente a la también desmonopolizadora medida en relación a la televisación del fútbol. Estos procesos reconocen derechos que habían sido reducidos a mercancías por el neoliberalismo: el derecho a la información y el derecho a la recreación de los sectores populares.
La redistribución de la riqueza es un acto de justicia social y nunca una dádiva. Pues resulta necesario comprender que la actividad que genera esa riqueza es el trabajo y el sujeto central de éste, los trabajadores. Estos constituyen el agente principal de un Proyecto Nacional, y es imprescindible sustituir equivocadas ideas que depositan ese rol más dinámico en el empresariado. En la coalición de fuerzas para llevarlo a cabo tienen un papel conjunto los trabajadores formales e informales, los pobres sin trabajo, el empresariado nacional –en el que hay nacientes y potenciales innovadores no concentrados- y todos los sectores populares.
La ausencia de equidad es la esencia de las desgarrantes situaciones seculares de pobreza. Estas requieren de atención urgente y no hay política que abunde o medida que pueda retacearse para resolver la coyuntura. Pero la derecha eclesiástica y laica cabalga sobre la denuncia de la indigencia, para acometer contra un proyecto político que es el único que ha puesto en debate la cuestión estructural de fondo para resolver la pobreza: la redistribución. La esencia del combate contra la pobreza es la justicia y ésta implica, sencillamente, transferir ingresos y riquezas de los más ricos a los más pobres. Entre las soluciones de la justicia y la caridad también está la diferencia que marca dos proyectos de país. La restitución del impuesto a la herencia sería una acción emblemática en este sentido.
Hoy reviven de las cenizas aquéllos que habían enmudecido cuando la hecatombe del 2001, pero a veces las palabras calladas por el fracaso y el derrumbe del neoliberalismo -que inauguró el milenio en Argentina- reaparecen habladas por engañosas voces travestidas, adoradoras de un “republicanismo” fundamentalista vacío de democracia. Las fuerzas sociales y los poderes económicos se reagrupan en dos proyectos alternativos de país: profundización de las transformaciones o retorno neoliberal. Las medias tintas tienen pronóstico de disolución.
El gobierno afrontó la crisis fiel a la sustancia de su gestión alejada de políticas de ajuste. Defensa de los puestos de trabajo, estímulo de la demanda y más rol estatal. Pero las condiciones del presente y el derrotero futuro reclaman mucho más que fidelidad y consecuencia en un rumbo. La continuidad y la defensa de este rumbo exigen más. Una política popular necesita de una buena cuota de organización del espacio social y movilización para la transformación, centrada en una mística, imposible sin una identificación con el proyecto, que debe brotar de la percepción de un compromiso gubernamental de alcanzar sustantivas mejoras. No alcanza con el registro de lo hecho. Se requiere la promesa y el Plan. Falta un Plan como instrumento de un proyecto compartido, brújula de destino y herramienta de trabajo cotidiano. Un Plan como estrategia no mercantil de asignación de los recursos con los que cuenta la economía. En todo caso, los mercados existirán como instrumentos para la eficacia de esa estrategia y no como lógica exclusiva y dominante. Entre la hegemonía del mercado y la centralidad del Plan se debate la opción entre el disciplinamiento financiero y una democracia profunda y participativa.
Hay tareas pendientes, reformas no emprendidas, que resultan claves para la profundización del proyecto transformador. En principio, la reforma financiera -hoy en agenda-, para orientar el crédito hacia el desarrollo, la integración nacional y la diversificación productiva. Además, la reforma tributaria -ahincada en el crecimiento de la imposición progresiva-, eje para una política redistributiva. Por otra parte, la desconcentración de la economía y la redistribución de la riqueza requieren de nuevas empresas públicas, más regulación y control de las empresas de servicios públicos privatizadas -en particular las que reciben subsidios- y de las que operan en condiciones de cuasi monopolios, así como su estatización cuando resulte estratégico. Se necesitan, asimismo, políticas específicas para el espacio de las Pymes, productoras, muchas veces, de bienes de alto valor agregado, por la importancia que tienen en la creación de empleo, en el crecimiento del PBI, el incremento de exportaciones de bienes diferenciados y la desconcentración económica. También es indispensable el apoyo y financiamiento a otras modalidades de propiedad y gestión social (empresas recuperadas, cooperativas, etc.) y a los pequeños productores campesinos. Para avanzar en esta dirección se necesita de un encuadramiento mucho más estricto de la propiedad empresaria, ubicándola en función de un proyecto de profundización democrática. No hay redistribución del ingreso posible sin la apropiación social de una parte substancialmente mayor de las ganancias y rentas del empresariado de cúpula, y que no parta de un incremento de la imposición a la riqueza. Por eso, no se trata de quitar subsidios al consumo, poniendo en un bolsillo popular lo que se saca del otro, sino que la única vía es aumentar impuestos a los ricos y mejorar su recaudación, formalizar empleo y garantizar cada vez más derechos económicos y sociales. No hay mejora en lo esencial para la ciudadanía sin procesos enérgicos de igualación social y despolarización de la riqueza.
Pero la sola definición de contenidos programáticos destacados no conforma un perfil popular, nacional y democrático. Este se completa en un proyecto y un posicionamiento político. Reclamar lo que falta no puede hacerse sino apoyando la defensa de lo construido. La vocinglería economicista de una suma de medidas radicales que prescinde del apoyo a un gobierno que, aun con zonas oscuras, es consecuente en la disputa con las corporaciones del poder concentrado, no sólo no aporta sino que confunde y desune. No se puede reclamar la necesaria reforma de la explotación y regulación minera e hidrocarburífera sin defender la apropiación pública de la renta agraria extraordinaria, ni reivindicar mejoras de los ingresos reales del pueblo desconociendo el papel redistributivo de las tarifas subsidiadas de los servicios públicos.
Parece aproximarse una hora decisiva para el proyecto. La profundización inevitable para sostenerlo requiere de una prueba de fuerzas. ¿Construirá el poder concentrado la correlación para el proyecto destituyente, en el que hoy aprestan sus programas? ¿O tendremos capacidad para impulsar la continuidad del curso de transformaciones sustantivas? Un llamado en forma de pregunta.
8 de noviembre de 2008
El fin de las AFJP y los rumbos restituyentes en el laberinto argentino.
La excepcionalidad argentina se mantiene. Persiste. Se evidencia en sucesivas coyunturas caracterizadas por el doble gesto de ruptura de los pilares del orden neoliberal en defección y de persistencia de contradicciones, de agendas pendientes. La excepcionalidad argentina ha sido capaz de sobrevivir a los cobos no-positivos, a los pampeanos empresarios del apocalipsis, a la desencajada verborragia mesiánica de las neoderechas autóctonas. Y sobrevive sin abismos a la hecatombe financiera internacional, gestionando –no sin escollos- lo propio. Ha sobrevivido incluso a las condiciones de posibilidad de sí misma, en tanto pervive en su racionalidad invocando a sujetos sociales cuya expresión política no parece ubicarse aún a la altura de las dimensiones de la gesta. Lo político, de esta forma, recorre un período de excepcionalidad, de búsqueda claroscura entre los hechos y sus sujetos, de debate y dislocación de nociones de futuro que condicionan los actos del presente y le prodigan o retacean racionalidad.
Si el agrupamiento de la oposición política y las organizaciones empresarias de la pampa húmeda buscó transformar esta etapa de excepción en decepción, en imposición de un statu quo y recuperación de una hegemonía perdida, la oportuna decisión del gobierno nacional de enviar al congreso un proyecto de ley para poner fin al sistema de capitalización, eliminar las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, y reuniversalizar el sistema de reparto, confirma ante todo la opción de continuar avanzando en la construcción de un sendero radicalmente distinto del neoliberal y recuperar la regulación e intervención públicas, emitiendo a la vez señales de diverso tipo, de enorme importancia en la construcción de imaginarios sociales y políticos diametralmente opuestos al libre mercado y el individualismo.
La medida supera ampliamente un –no menor- cambio en el ordenamiento del sistema de seguridad social. Tiende a redefinir las normas societales vinculadas al mundo del trabajo, y avanza en la desarticulación de uno de los pilares de la institucionalidad neoliberal, asestando un duro golpe al sector privilegiado por las políticas liberalizantes de la dictadura militar de 1976 y del modelo de convertibilidad de la década pasada: el sistema financiero. La eliminación del régimen de capitalización opera en el mismo sentido que la devaluación de 2002, la instalación de restricciones al movimiento de capitales especulativos y las intervenciones del Banco Central en el mercado de cambios, al suprimir las condiciones macroeconómicas que hicieron posible el régimen de valorización financiera durante tres décadas.
La desarticulación del sistema universal de reparto, en 1994, y su reemplazo por la administración de los aportes de los trabajadores por las AFJP, significó la transformación del derecho económico y social básico a una jubilación digna garantizado por el estado a través de un sistema solidario, en un mecanismo de ahorro individual cuyo rendimiento quedó sujeto a las contingencias de los mercados desregulados y al dudoso expertise –en algunos casos delictivo- de los administradores privados, los cuales percibieron ingentes comisiones con independencia de los rendimientos derivados de las colocaciones de los fondos previsionales en los mercados. La apoteosis neoliberal del individuo, del Robinson Crusoe limitado a los estrechos horizontes de su isla, en detrimento de concepciones colectivas y solidarias, implicó desvirtuar el hecho social del trabajo, la producción y la distribución de la riqueza.
Este régimen conllevó la desfinanciación del sistema de seguridad social público, incrementando las necesidades de apalancamiento en un contexto macroeconómico y monetario vinculado al endeudamiento crónico y la fuga de capitales. Paradojalmente, la brecha fiscal y previsional fue cubierta en gran medida con los fondos en poder de las administradoras.
La eclosión del sistema de convertibilidad y la insoslayable renegociación de la deuda pública provocó la disminución de los activos aportados por los trabajadores. La actual crisis financiera provocó una nueva caída en el valor de dichas inversiones. Librado a la suerte del mercado, el sistema ha demostrado en la actualidad su imposibilidad de otorgar a los trabajadores incluidos en él una jubilación mínima digna y sustentable en el tiempo.
Al establecer un nivel jubilatorio mínimo, el estado ha debido socorrer al sistema, aportando este año cerca de 4000 millones de pesos, cifra que se incrementaría sucesivamente en los años venideros.
Uno de los principales argumentos para la creación de este sistema fue la necesidad de incrementar la “profundidad” de los mercados de capitales nacional y regional, lo cual redundaría en un aumento de las inversiones productivas y el desarrollo económico. Sin embargo, este objetivo también se vio frustrado.
Una mirada atenta a la experiencia resultante permite advertir que no se ha cumplido ninguno de los argumentos esgrimidos en la época de su creación. Los trabajadores que perciban su jubilación a través de este sistema requerirán asistencia pública para alcanzar el mínimo legal, no se logró el financiamiento de actividades productivas o de cambio estructural y se profundizó la desfinanciación del sector público.
Esta experiencia arroja importantes conclusiones que abonan la pertinencia de la actual estrategia gubernamental y justifican su respaldo. En primer lugar, los sistemas de seguridad social forman parte innegable de un conjunto diverso de derechos humanos básicos, vinculados al carácter social del mundo del trabajo. En tal sentido, resulta inconcebible su administración o gestión por parte de empresas privadas. En segundo lugar, los fondos de la seguridad social no pueden permanecer expuestos a la lógica de los mercados financieros. Por el contrario deben ser administrados a través de mecanismos que aseguren su sustentabilidad y su función social y solidaria.
El evidente fracaso del sistema de capitalización ha despojado a sus defensores y gerenciadores de la prepotencia de los primeros años. Apenas alcanzan a balbucear el agónico argumento de la “libertad de elegir”. Este axioma del liberalismo no es capaz de sostenerse sin la constitución de un mito y una racionalidad que, aunque falsa, tenga la potencia de instituirse en verdad. La crisis del sistema privado transformó la aparente prestancia técnica y conceptual de sus argumentos tempranos en un dogma, en una perseverancia obtusa. La supuesta “ciencia del mercado”, que hoy se muestra falsa e inoperante en sus objetivos declarados, transmuta en un acto de fe sin parámetros racionales. Y la ruptura del mito de la suficiencia y pertinencia mercantil como regulador social da lugar a un cambio en la política, que vuelve a centrarse en el estado. La iniciativa del gobierno nacional asume un carácter restituyente, reinstalando una noción colectiva como centro del funcionamiento social y convocando al debate sobre formas alternativas de institucionalidad.
Sin embargo, estos importantes pasos en el laberinto argentino nos convocan a repensar al estado como espacio de constitución de lo colectivo. No basta con reivindicar lo público.
No resulta apropiado retomar mecánicamente viejas formas. Es preciso interpelar al concepto, problematizarlo. Basta hacer memoria para recordar los descalabros existentes en el sistema previsional previo a la creación de las AFJP. Si bien su crisis no responde al modelo técnico intergeneracional en que se basa el sistema de reparto, sino al vaciamiento del estado desde mediados de la década del 70, resulta imprescindible pensar críticamente la estructuración institucional de los mecanismos de regulación pública y la necesaria participación democrática en las decisiones fundamentales que afectan a la cosa pública.
Al estado interventor clásico debiera oponerse un estado capaz de construir un modelo de desarrollo inclusivo de carácter multilateral. Es decir, un estado permeable a la sociedad civil, a las organizaciones políticas y sociales, provisto de las herramientas para propiciar el debate público con el objetivo de mejorar las condiciones de vida de manera sustentable y democrática. La figura del estado positivista, omnipresente y omnicomprensivo, en tanto falaz, conduce a un debilitamiento del debate y a una escasa creación de mecanismos de imbricación social y política, sea cual fuere el modelo de acumulación y reproducción vigente.
En esta tarea resulta imprescindible el desarrollo de movimientos sociales y políticos populares capaces de exigir su lugar en la construcción de un estado referenciado en las bases sociales. Movimientos capaces de oponer un discurso y una acción política a las neoderechas autóctonas, que disputan -con disfraces oportunos- la política pública, la representación de lo “popular”, lo “democrático” e, incluso, de la “nación”. Esta construcción no es una tarea exigible al estado. Constituye un camino colectivo, objetivado en formas de participación y discursos diversos.
En pocos días, y luego de la aprobación del proyecto oficial –que incluye modificaciones de otras bancadas aliadas- en la cámara de diputados de la nación hace escasas horas, tocará el turno del senado. Dados los poderosos intereses económicos en juego, por estos momentos se estarán desarrollando diversas estrategias, presiones y ofertas para lograr su rechazo, tal como ocurrió con la Resolución 125. Banqueros y operadores han reaccionado generando presiones sobre el mercado cambiario, rematando bonos públicos y provocando fugas de capitales al exterior. Estas acciones resultan esperables en un contexto de tensiones por el alcance de las políticas del estado. Nos obstante, este comportamiento “normal” de los grupos ligados al poder económico en Argentina debiera encontrar la oposición del accionar restituyente colectivo, el emergente de esa noción de futuro que necesariamente debe plasmarse en los espacios de lo público, para convertirse en político.
La auspiciosa iniciativa gubernamental de eliminar el sistema de capitalización recupera ciertos elementos épicos imprescindibles para el establecimiento de lo político, el interrogante sobre las formas que deberá asumir un nuevo estado con fines transformadores, y restablece el dilema entre el surgimiento de sujetos políticos colectivos capaces de viabilizar un proyecto transformador y las posibilidades de refundar constantemente el estado de excepcionalidad.
Resulta imprescindible contribuir con un cambio de época. Los derechos sociales básicos deben ser desmercantilizados, recuperando su carácter solidario y universal: jubilación, salud, vivienda, educación, soberanía alimentaria.
2/11/09
Sin Estado no hay Nación
Nota inicial: el presente documento es fruto del intenso debate colectivo desarrollado en la Comisión de Economía de Carta Abierta. Su elaboración es resultado de diversas jornadas de trabajo, de las que participaron más de treinta profesionales y miembros de organizaciones sociales con formación en diversas disciplinas. “Sin Estado no hay Nación” constituye su primer documento de trabajo. Los contenidos y definiciones que en él se presentan conforman el marco conceptual de abordaje de diversas temáticas socioeconómicas que el grupo ya ha iniciado.
La presente versión contiene los aportes críticos del plenario de Carta Abierta del sábado 27 de septiembre de 2008, habiéndose aprobado como documento de este espacio.
La preeminencia de las corrientes ortodoxas en materia de pensamiento económico durante los últimos treinta años constituyó el principal sustento ideológico de las políticas neoliberales aplicadas en la región e implicó la negación axiomática del carácter esencialmente social y político de las relaciones vinculadas a la producción y distribución del excedente económico. La profusión de esta mirada redundó en un cambio cultural paradigmático con negativas implicancias en materia de desarrollo estructural y derechos sociales y económicos básicos de nuestro pueblo.
Presentada como una ciencia exacta, independiente de cualquier conflictividad social, la economía convencional avanzó en el establecimiento de agendas de política económica dirigidas a limitar la intervención pública sobre las tendencias del mercado. El derecho ilimitado al lucro como principal incentivo del accionar privado, con prescindencia de su impacto sobre el conjunto social a corto, mediano y largo plazo, se impuso como principal noción cultural rectora de la política económica.
Problemáticas centrales del debate económico, como el desarrollo, la distribución del ingreso, el logro del pleno empleo, la preservación de los derechos laborales, la planificación y el estímulo a la industrialización, entre tantas otras, fueron erradicadas de la agenda económica, de los planes de estudio y aun ridiculizadas en ámbitos especializados.
Sucesos tan disímiles como el terrorismo de Estado aplicado por la última dictadura militar, las crisis hiperinflacionarias de finales de los años 80 y comienzos de los 90 y el supuesto triunfo histórico del mercado como único regulador social luego de la caída del Muro de Berlín, corporizado en el Consenso de Washington, indujeron cambios político-culturales profundos, redefiniendo los límites de los ámbitos público y privado. El Estado, como principal esfera receptora de las tensiones y contradicciones entre clases y sectores sociales, privatizó sus potestades regulatorias en materia económica, transfiriéndolas al mercado. Liberadas las fuerzas asimétricas de los agentes económicos de los límites impuestos por la institución que debía velar por los intereses colectivos, el rumbo económico apuntó a la concentración de la riqueza, el empobrecimiento de las mayorías y la desintegración del aparato productivo.
Lejos de desaparecer, el Estado fue reconfigurado en función de los intereses de un núcleo económico de diversos orígenes. La desarticulación de las normas, instituciones y mecanismos públicos de intervención sobre el mercado -imprescindibles para conducir un programa de desarrollo con equidad- completó la reforma neoliberal del Estado y dio estabilidad de largo plazo a la descomunal transferencia de excedentes económicos desde las mayorías empobrecidas e indigentes hacia un núcleo concentrado de capital local y extranjero.
La reorganización neoliberal del Estado también incluyó la reducción de la cantidad, la calidad y formación de sus cuadros técnicos. En lugar de aprovechar la extensa experiencia acumulada durante décadas de regulación estatal, abriendo la posibilidad de reformular aspectos deficientes, se optó por su prescindencia. Se llegó incluso a nombrar funcionarios cuyo principal objetivo residía en destruir la calidad de los servicios y la situación económico-financiera de las empresas públicas con el fin de generar las condiciones necesarias para su posterior privatización. El proverbio implantado rezaba: “achicar el Estado es agrandar la Nación”.
Es necesario destacar el inmenso costo social y económico impuesto por este tipo de políticas, en momentos en que diversos actores privilegiados comienzan a reclamar una vuelta a las tendencias de aquellos años. El corolario de esas reformas, combinadas con esquemas de tipo de cambio apreciado y acelerado endeudamiento externo, residió en la desarticulación del aparato productivo local, el aumento del desempleo y de la pobreza. El masivo ingreso de importaciones produjo la quiebra y liquidación de empresas que podrían haber sido eficientes en otros escenarios, interrumpiendo las trayectorias de aprendizaje tecnológico construidas en etapas previas, orientadas a la industrialización de la Nación. El desempleo alcanzó tasas exorbitantes, superiores al veinte por ciento, y la pobreza atrapó a más de la mitad de la población.
El reciente conflicto con los empresarios agropecuarios por la aplicación de derechos de exportación móvi